Las deficiencias del sistema penitenciario dominicano son harto conocidas. Condiciones de encierro infrahumanas, hacinamiento, insalubridad y corrupción son algunas de sus principales características. Un lamentable estado resultado de años de abandono y desidia, que parten de dos premisas distorsionadas, pero muy arraigadas en la sociedad dominicana.
Por un lado, la conocida cultura del “tránquenlo”. Que pretendió cambiarse con una nueva legislación. Sin resultados positivos.
Cuando entró en vigor el actual Código Procesal Penal, la población carcelaria era de unos 16 mil reclusos, dos terceras parte de los cuales esperaban la conclusión de sus procesos tras barrotes. Veinte años después la situación es muy similar. De los 25 mil presos que se encuentran distribuidos en más de cuarenta centros carcelarios, sesenta por ciento son preventivos. Una muestra palmaria de que las prácticas y costumbres enraizadas en una sociedad no se modifican sólo cambiando legislaciones, que también se necesitan políticas aplicadas de forma valiente y determinada. Condiciones ausentes en buena parte de los actores del sistema de justicia.
El otro aspecto reside en el criterio de que “el preso no es gente”. Lo que invita a la clase política a hacerse de la vista gorda ante el problema penitenciario por entender que no reditúa electoralmente. Pobres e ineficaces inversiones han frustrado cualquier intento de mejora. Y de aquel Nuevo Modelo, tan cacareado en su momento, queda entre poco y nada.
Durante la gestión del pasado procurador se produjeron algunas de las escasas iniciativas que en el último decenio han estado dirigidas a mejorar las condiciones carcelarias. Como fue, por ejemplo, la construcción de un nuevo recinto penitenciario con el fin de sustituir la Penitenciaria Nacional de la Victoria.
El centro correccional de Las Parras fue completado por el pasado gobierno en cerca de un 95 por ciento. Sin embargo, en lugar de concluirlo y habilitarlo, las actuales autoridades de la Procuraduría General de la República rehúsan ponerlo en funcionamiento, bajo el alegato de que constituye un “cuerpo de delito” en el caso que siguen contra Jean Alain Rodríguez.
Mientras tanto, una edificación para albergar casi nueve mil reclusos se encuentra en total estado de abandono. Una barbaridad imperdonable. Pues si la obra tenía defectos de diseño o vicios de construcción debieron corregirlos, y si fue sobrevalorada debieron auditarla. Tiempo les ha sobrado.
En cambio, Miriam Germán y sus adjuntos más conspicuos, movidos por una insaciable sed de venganza y con irritante arrogancia, han permitido que una inversión superior a los seis mil millones de pesos se deteriore ostensiblemente, mientras La Victoria continúa alojando casi 8 mil “muertos vivos”.
Ahora que sobrevino la tragedia, y ante una indeterminada cantidad de muertos y heridos, ¿quién responde? ¿Cómo justificarán prolongar en el tiempo esta atroz e irresponsable decisión?