Algunos refieren al asesinato del presidente Jovenel Moïse para marcar el inicio del estado de deterioro en el que se encuentra Haití, otros al terremoto del 2010, pero la verdad es que esa crisis viene gestándose en invariable estado de involución desde hace casi cuatro décadas. Con una constante: la miopía y el estrabismo con que responde la comunidad internacional.
La evolución de los últimos acontecimientos indica que Haití está tocando fondo. Los vestigios del deshilachado gobierno se terminan de derrumbar; imposibilitado de regresar a su país, el primer ministro de facto es un refugiado más bajo control del gobierno estadounidense. Puerto Príncipe y buena parte del territorio haitiano se encuentran repartidos entre decenas de líderes bandoleros, que han reducido a los policías a meros testigos de piedra de saqueos, secuestros y asesinatos. Y el liderazgo político y social se muestra incapaz de alcanzar acuerdos mínimos, mientras asoma en el horizonte una potencial hambruna y una consecuente crisis humanitaria.
Estamos a las puertas de la crisis más grave que haya padecido una nación de la región en las últimas décadas, y la respuesta internacional no pudiera ser más cínica: piden a los haitianos pactar una transición democrática y organizar unas elecciones.
Todas las naciones y organismos multilaterales que lideran el planeta tienen pleno conocimiento de que los haitianos no están en condiciones de organizar ni siquiera una “mano de bingo”. Y saben también que sólo otra intervención militar pudiera tener alguna perspectiva de éxito en dirección de pacificar y alcanzar algún grado de estabilidad política en ese país.
Pero una misión de verdad. No la pantomima que proponen con la policía keniana. Una operación liderada por Estados Unidos e integrada por otras potencias regionales y mundiales. Bajo amparo de Naciones Unidas, con un mandato amplio e indefinido y con un enviado especial que ejerza como especie de procónsul.
Lamentablemente, el actual momento geopolítico no es propicio para un abordaje de esa naturaleza. Repiten hasta el cansancio que “les preocupa la situación de Haití”, pero sus ojos y presupuestos están puestos sobre Gaza y Ucrania. De muestra el botón que se refleja en los doscientos millones de dólares que le prometieron a Kenia, y que aún no aparecen.
Tanta palabrería e inacción constituyen la evidencia más palmaria de que a Haití lo “soltaron en banda”. De que los abandonaron para que se consuman en pobreza, violencia y desesperanza.
Un lujo irresponsable que los dominicanos no nos podemos permitir. Pues al otro lado de los casi cuatrocientos kilómetros de frontera terrestre que nos separan del vecino, se encuentra la mayor amenaza, ya no sólo para nuestra seguridad y prosperidad, sino hasta para nuestra propia existencia como nación.
Y estamos solos.