Santo Domingo es un déjà vu de Caracas. La capital venezolana es una ciudad segregada por mundos sociales inconexos. Caminar por Altamira y La Castellana en el municipio del Chacao y despedir la tarde con un escocés en un bar de los hoteles Renaissance La Castellana, Cayena o el The Vip Lounge Caracas no tiene nada que ver con los apuros de vida en la zona obrera del Valle ni las agitaciones populares en Petare, El Cementerio, Coche y La Cota 905, conglomerados hacinados que sobreviven en la marginalidad y con los magros subsidios del Gobierno.
Los barrios de Santo Domingo y los de Caracas pudieran ser hermanados. En un momento impreciso de la comparación pierden sus diferencias. Y es que la pobreza venezolana es tan dominicana, que, si no fuera por el acento caraqueño, se sentiría como caminar por los espinosos vericuetos de Gualey, Capotillo o La Zurza.
Santo Domingo es una Caracas menos convulsa; sin su violencia ni penurias, pero zarandeada por los mismos fantasmas: informalidad, degradación ambiental y precariedades materiales. No pocos venezolanos residentes en el país presagian los riesgos de una ruptura parecida, de mantenerse los contrastes sociales que Santo Domingo exhibe con la misma soberbia con que sus galerías muestran las ofertas de Louis Vuitton. Han vivido y siguen atados a ese trauma. Algunos dicen que es cuestión de tiempo y de apatía. Los más viejos reviven la historia cuando Venezuela tenía dos clases sociales incomunicadas: los de arriba y los de abajo. Hoy las distancias se achican y las carencias se estandarizan en medio de una ciudad que conserva los nostálgicos perfiles de una bonanza perdida.
Vivo “en el interior” —como despectivamente suelen llamar los capitalinos a los paisanos de las provincias—. Esa condición me abre a juicios más fríos. He sido testigo de la asombrosa mutación urbana de Santo Domingo, una ciudad con un crecimiento vertical sin contención, que sorprende con proyectos inmobiliarios de lujo cada vez más atrevidos. Por más estimaciones que se hagan, los números no cuadran. Debajo de ese promontorio de torres late una incuantificable economía sumergida. El lavado apenas deja ver su luminoso rostro. En los últimos veinte años la economía dominicana ha revelado una relación desproporcionada con su capacidad para generar bienes y servicios. Crece así una riqueza postiza sustentada en fuentes no declaradas o subregistradas.
El lavado, la evasión y la corrupción de Estado han convertido a Santo Domingo en la capital del consumo del Caribe. Una ciudad cada vez más cara, presumida y ostentosa. Pero ese aparente progreso no ha tocado las rancias estructuras de inequidad que le dan identidad a una de las sociedades más desiguales de Latinoamérica.
Hoy los nuevos ricos son veinte veces más que sus ancestros y abundan las nuevas fortunas de generación originaria. El Estado ha sido una fuente poderosa de riqueza: el empleo público es una lactancia costosa que da al traste con el mérito como retribución social y arrima el talento al desempleo.
La clase media, en desbandada, reinventa formas inéditas para estirar sus ingresos. Mantener vigencia social se hace cada vez más empinado. Una educación pública menesterosa en calidad, no en recursos, empuja a miles de jóvenes a prostituirse bajo los formatos más sutiles de prestación. Ya es socialmente aceptable que una universitaria pague su carrera gracias a la bondad de un “padrino” rico con la edad de su padre; que una mujer sin valor propio tenga que soportar la brutal agresión de un machote para ver comer a sus hijos; que una familia consienta a su hija menor ser “segunda base” para obtener una subvención carnal; que un joven tenga que hacer lo impropio para poder competir por las oportunidades que la misma sociedad le niega. Lo peligroso es cuando esa sociedad pierde tino para discernir su rumbo.
La capital crece al ritmo en que se distancia su gente. Aglutina mundos humanos insensiblemente paralelos. Ese albergue desigual para realidades tan ajenas propone una marca urbana descarnadamente promiscua. En su aire flota el aliento del hambre perfumado de Cartier; las calles que calzan el paseo de los Ferrari son las mismas que sudan el hedor húmedo a lubricante calcinado, fritura y sumideros trasnochados.
El lavado, la evasión y la corrupción de Estado han convertido a Sto. Dgo. en la capital del consumo del Caribe. Una ciudad cada vez más cara, presumida y ostentosa. Pero ese aparente progreso no ha tocado las rancias estructuras de inequidad que le dan identidad a una de las sociedades más desiguales de Latinoamérica.