La puntualidad dominicana —nunca una virtud—ha sufrido un batacazo. Llegar a tiempo y cumplir con la inflexibilidad de una cita se ha convertido en difícil misión a causa de las retenciones de tránsito. Los días escolares son los peores, con la jornada laboral completa convertida en hora pico. Sin la disposición de tiempo amplio, exagerado a veces, la tardanza será inevitable.
Ciertamente el aumento del parque vehicular es una de las razones válidas para explicar esos atascos molestosos que afectan la rutina. El mal estado de los vehículos públicos sumado al terrorismo vial de los motoristas contribuyen a que el desplazamiento por las calles de Santo Domingo sea una tortura. Se pierde tiempo y se gana angustia: manejar a la defensiva pone los nervios de punta; los bípedos motorizados cruzan por todos lados, zigzagueando e irrespetando las señales, luces rojas como primeras víctimas.
Por ese tránsito caótico tenemos gente malhumorada, incapaz de contener la violencia verbal o signos vejatorios. Las retenciones del tránsito y la inconducta ajena transforman en ogros a ciudadanos de ordinario calmados, civilizados y practicantes de los buenos modales. Curioso que, en un país caracterizado por hendiduras sociales profundas, que además se reflejan en la calidad de los vehículos en circulación, los males del tránsito igualen en la incivilidad a mansos y cimarrones. O para valerse de denominaciones en boga, a “popis” y “wa-was”.
Al volante, somos todos bestias. ¿Ceder el paso? Inconcebible. Los bocinazos no son toques de atención sino de rabia. Entorpecer el derecho del otro a cruzar la calle o plantarse en medio de un cruce como amo y señor de los espacios son recursos de la ley del más fuerte.
Si fuésemos un poco más considerados, más obedientes de las normas y de las señales, de seguro que los tapones amainarían . Y la buena ciudadanía volvería a ser baremo diferenciador.