Tres semanas atrás, José Luis Taveras publicó en DL un artículo que merece ser enmarcado, por bien escrito como por incisivo. El abogado santiaguero pasó el acero por el afilador y lo hendió en ese «periodismo» banal, ágrafo y amarillista cada día más nuestro.
Lo que llama con acierto «mercado de la intrascendencia» determina tendencia y la impone como opinión pública valedera. Dice satisfacer la demanda cuando en realidad la crea. Tomadas con pinzas las «noticias» del día, descontextualizadas y repetidas con poca diferencia, leer algo de interés obliga a bucear en aguas profundas. Rarísima vez aparecen en los diversos medios los problemas listados por Taveras. Es decir, los problemas de la sociedad real y no los de la sociedad algorítmica del like y sus réditos.
Taveras cita a Marc Fishman para destacar una verdad de a puño: la realidad se construye; y los medios son constructores de realidad. En una aplastante mayoría de ellos manda la banalización viralizada, territorio de bots y de desaprensivos ahora que el soporte digital ha expandido el acceso y concedido patente de corso al comentario. Para monetizar, hacen cualquier cosa que es, casi invariablemente, disparar fango.
Pero la intrascendencia no es el único lodo del periodismo. En su universo multiforme caben numerosas maneras de ser periodista o «comunicador», esa difusa categoría que nos quita el aliento desde hace unos años. La escala de grises es amplia. En uno de sus extremos aparecen los que obtienen sus éxitos del histrionismo y la procacidad; en el otro, los miembros del «popismo» profesional que, situados por encima del bien y del mal, también actúan de manera procaz pero maquillada con el corrector de la nombradía.
A estos últimos, Félix Ortega los llama «élite con poder, pero sin responsabilidad». Tienen el poder de decir lo que les venga en gana, de mandar la veracidad a freír tusas y de tomar como ariete a «fuentes» de débil o nula credibilidad. La responsabilidad de lo que dicen no entra en los cálculos de esta élite envanecida por los números de su audiencia.
En opinión de Ortega, el periodista habitante de esa sociedad hecha a la medida de su poder no resiste el embeleco de mutar especulaciones en «expresión cabal de la gente de la calle». Su artesanía no es fortuita, es intencional e interesada. La pantomima de la denuncia-escándalo infla el ego y anula la incumbencia ética. Mata dos pájaros de un tiro: crea un aura de héroe o heroína de la «causa» popular y mueve la caja. O casi peor, quién sabe: cumple su propósito de dañar por desquite político o personal.
La realidad inventada por este «periodismo» carece, desde luego, del aliento poético machadiano (la cultura no entra en sus haberes): no le falta imaginación para mentir, le sobra soberbia impune.