Nunca pensé que Corea del Sur nos haría tanto daño. Solo una venganza podría justificar tal castigo. En algo menos de diez años esa nación ha armado una invasión silenciosa, y no migratoria o militar, aunque con secuelas igualmente catastróficas. Le ha bastado vendernos el Sonata (Hyundai) para volvernos la vida un ocho.
La historia empezó con la importación de carros reusados color naranja, esos que relucen como soles en el caótico serpenteo vial; luego la saturación se fue camuflando con unidades blancas y plateadas, hasta despertarnos en un país literalmente atestado. En algo menos de una década ya la marca Hyundai arrebata el doce por ciento del parque automotor del país.
Es que no hay un relato del tránsito sin un Sonata en primera línea. Delante, atrás, al lado y en las alturas —de los elevados— el carro asiático hostiga, presiona y arremete. Cada vez que por el retrovisor avisto su silueta siento un hormigueo genital que me escarcha el alma, más cuando descubro que estoy flanqueado por otro… y por otro.
No nos han bastado los casi tres millones de motocicletas que hacen de las calles un circo acrobático para rematar con la estelar función del Sonata y sus suicidas arrojos de “motocicleta de cuatro ruedas”.
El Sonata ha “normalizado” la temeridad pública. Hoy es la marca cultural de nuestro tránsito: instintivo, ofensivo y tribal. Ha demostrado que la fuerza se impone al orden y que la caverna puede convivir con el GPS.
Soy un testigo calificado de la conducción promedio del Sonata: la rastreo, la vigilo, la persigo, la resisto y… ¡me trauma! hasta hacerme añicos el humor del día. Los he visto dibujar ¡obras de arte!: acelerar en una curva cerrada y empinada para rebasar; montarse sobre una acera para forzar una cuarta fila paralela cuando hay algún retén o desvío; seguir imperturbable ante un semáforo en rojo; conducir en reversa por kilómetros en una vía de una sola dirección; rebasar por la derecha; pegar un bocinazo para apremiar al conductor del frente a cruzar el semáforo en rojo; subir a un paseo peatonal y circular plácidamente para eludir un tramo taponado; cambiar de carril súbitamente sin poner direccionales; transitar por un carril de giro cuando va a seguir la ruta… o, al revés, tomar el carril de la izquierda y cruzar diagonalmente al giro de la derecha.
El Sonata no cede ni consiente. Esperar, como gentileza, un paso o una preferencia es morir de candidez. La manera de responder es a su ritmo —agresivo y resuelto— porque si percibe algún gesto de duda, lo tienes encima. Por eso, cuando advierto uno, me pongo a la ofensiva, como cuando suena la campana de otro round en el ring o como si piloteara en el Grand Prix de San Marino.
Sé que me ganaré gratuitamente la desafección de quienes lo conducen —no importa, no soy político—, pero no dejaré de hacer esta catarsis. Me importan un bledo los resabios de los sabihondos de las redes ni los adjetivos de “elitista”, “clasista” y “popi” que me arrojarán desde las gradas neoprogresistas. Lo que escribo es un desahogo, así que no vengan a tratarlo como lo que no es. Y si no se han enterado, esto no es un ensayo académico; ¡es un berrinche!
No generalizo: hay conductores de Sonata de correcta conducción; gente decente, prudente, con valor de la vida y del trabajo. Lo sé, no es culpa de la marca, ni de Corea del Sur, ni con ello exculpo a conductores de vehículos caros, como pudiesen inferir algunos insidiosos.
Y es que seguimos importando sin control todo lo que nos venden. Hasta hace poco teníamos registradas 5,463,996 unidades en nuestro stock vehicular. Cada mes se importan cerca de treinta mil de todas las marcas. La cantidad de vehículos en el país creció un 80 % en la última década. El 89 % de los vehículos importados son usados. De esta manera, la República Dominicana se coloca en el segundo lugar —después de Brasil— en América Latina en índice de motorización, ¡con 507 carros y motores por cada 1000 personas!
Por más planes que se tengan para incorporar nuevas rutas, líneas y unidades de transporte colectivo si no se contiene esta avalancha de vehículos en menos de cinco años el Gran Santo Domingo y Santiago serán centros colapsados, ciudades “atascadas”.
Mientras las calles y las carreteras no crecen ni se amplían y las redes de transporte lucen excedidas, en la fiesta del caos urbano también ponemos a bailar los Bugatti, Royce Rolls, Ferrari, Maserati, Aston Martin, Bentley y Lamborghini, como prendas rodantes de un progreso sin desarrollo; de una economía bien lavada que también crece en la sumersión.
La cantidad de vehículos en el país creció un 80 % en la última década. El 89 % de los vehículos importados son usados. De esta manera, la República Dominicana se coloca en el segundo lugar —después de Brasil— en América Latina en índice de motorización, ¡con 507 carros y motores por cada 1000 personas!