El punto de partida para la adopción de la Ley 1-24 es la necesidad de garantizar, como un deber del Estado, “la seguridad nacional, la integridad del patrimonio y los intereses nacionales, así como su estabilidad, soberanía e independencia” (considerando segundo de la Ley).
Se trata de una cuestión de primer orden, en un mundo atenazado por unas manifestaciones inéditas de la criminalidad transnacional organizada, que desbordan las facultades tradicionalmente reconocidas a los órganos encargados de su persecución y sanción. El incremento exponencial de los niveles de violencia e inseguridad pública en una apreciable cantidad de países, la letalidad de las armas de que disponen las organizaciones del crimen en sus diversas modalidades, la sofisticación de las tecnologías propicias a la labor de contrainteligencia, su capacidad para penetrar instancias sensibles del orden institucional del Estado, o las dimensiones de fábula de los recursos económicos que manejan, con frecuencia cada vez más inusual ponen en entredicho el concepto mismo de soberanía del Estado y, con ello, los cimientos de su integridad.
De ahí que “para lograr los objetivos de seguridad e inteligencia estratégica del Estado” se hace necesario “disponer de servicios de inteligencia eficaces, especializados y modernos, así como precisar los objetivos y redefinir las funciones asignadas al Departamento Nacional de Investigaciones, y dotarlo de las herramientas que le permitan realizar sus funciones con mayor eficiencia con sujeción al respeto de los derechos fundamentales y libertades de los ciudadanos”, tal cual se lee en el considerando cuarto de la Ley indicada Ley.
Se trata, sin dudas, no solo de propósitos y finalidades constitucionalmente protegidas, sino, además, del cumplimiento de un mandato expreso de la Constitución que llevaba ya 14 años sin concretarse.
Sin embargo, como dijera la pasada semana en un extenso hilo que publicara en mi cuenta de la red social X, varias de las disposiciones del texto son ambiguas, indeterminadas y sujetas a un amplio margen interpretación en aspectos centrales de su contenido, afectándose con ello principios constitucionales como el de legalidad penal y el de seguridad jurídica, entre otros.
Esos niveles de ambigüedad bien podrían llevar a una autoridad no comprometida con el respeto de las disposiciones constitucionales, a asumir como suyo el deber de garantizar los derechos a la intimidad y el honor personal que prevé la parte capital del artículo 11 de la Ley 1-24; podría, por tanto requerir información sensible constitucionalmente protegida, sin obtener previamente una orden judicial de un tribunal competente y, por tanto, en nombre de la seguridad nacional y de la soberanía del Estado, llevarse de encuentro un apreciable conjunto derechos y garantías protegidos como fundamentales por nuestra Ley Fundamental.
En este artículo quiero presentar una breve reflexión sobre la problemática configuración de la conducta penalmente reprochable en los artículos 11 y 26 de la Ley. Este último está dedicado a las sanciones penales. Su contenido literal es el siguiente: “Quien oculte informaciones requeridas por la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI), sobre las cuales se tengan datos o conocimiento, relativas a sus atribuciones señaladas en el artículo 9 de esta ley, será´ sancionado con prisión menor de dos a tres años y multa de nueve a quince salarios mínimos del sector público.”
Para su mejor comprensión, el análisis del texto citado debe llevarse a cabo a la luz de la obligación impuesta por la parte capital del artículo 11 según el cual, los sujetos de dicha obligación son “todas las dependencias del Estado, instituciones privadas o personas físicas”, consistiendo la misma en “entregar a la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI) todas las informaciones que ésta requiera sobre las cuales se tengan datos o conocimiento” y que sean relativas a las atribuciones que al órgano de coordinación del Sistema Nacional de Inteligencia le reconoce el artículo 9 de la Ley.
De los textos referidos se desprende que la obligación impuesta, tanto a las dependencias del Estado como a las instituciones privadas y a las personas físicas, es la de “entregar todas las informaciones” que le sean requeridas por la DNI. Así, la obtención de las mismas se convierte, por un lado, en la finalidad de su requerimiento y, por otro, en la obligación a ser cumplida por aquellos a quienes les es requerida.
Cumplir la obligación de entrega de la información se presenta pues como necesario “para el cumplimiento de sus (de la DNI) funciones de inteligencia y contrainteligencia, a los fines de salvaguardar la seguridad nacional” según lo previsto por el artículo 11.
Si la finalidad de la obligación impuesta es obtener las informaciones requeridas y, por tanto, que las mismas sean entregadas por la persona física o institución pública o privada a la que se le solicita, incumple con tal obligación tanto quien la oculte como quien, sin ocultarla, se niegue a entregarla. En otras palabras, una persona bien puede reconocer que conoce, o posee la información que le es requerida, con lo cual no incurre en ocultamiento, pero a la vez, negarse a entregarla.
Pero sucede que la conducta sancionada por el artículo 26 es la de ocultar las “informaciones requeridas”, teniendo conocimiento de las mismas. Se impone pues la siguiente pregunta: si la DNI requiere una información x a la persona y, y esta última reconoce tener conocimiento de la información requerida, pero se niega a entregarla, ¿se la puede sancionar con una pena de dos a tres años por ocultar información?
Si se toma en cuenta la obligación general impuesta por el artículo 11, consistente en “entregar a la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI) todas las informaciones que ésta requiera”, la respuesta es que si. No obstantes, si lo que se toma en consideración es la previsión expresa del artículo 26, de sancionar a “quien oculte informaciones requeridas por la Dirección Nacional de Inteligencia”, la respuesta es que no, en la medida en que no ha ocultado información, sino que se ha negado a entregar una información de la que afirma tener conocimiento.
Lo anterior nos enfrenta de nuevo a un escenario de ambigüedad, no ya en la configuración del tipo, sino en lo relativo a la conducta específicamente sancionada. Los desarrollos anteriores sobre las consecuencias de la imprecisión y ambigüedad relativa a la configuración del tipo son aplicables también al texto del artículo 26 ahora analizado. Más aún, del análisis de esto deriva una cuestión de incongruencia entre los textos analizados puesto que, dependiendo de cuál se use como parámetro de interpretación, se llega a conclusiones distintas sobre cuál es la conducta sancionable: ¿incumplir la obligación de entrega u ocultar información?
Esto nos coloca ante una problemática e imprecisa configuración normativa de la conducta penalmente reprochable que bien merece, a mi juicio, ser revisada.