La vida dominicana es un tejido de retazos. Rodamos sobre el presente sin un mapa de ruta que nos permita saber hacia dónde. Planificar el futuro es pérdida de tiempo cuando apenas podemos lidiar con el día. Justificamos así nuestras improvisaciones, con la excusa de que somos caribeños. Elevar la perspectiva del presente sigue siendo un desafío escasamente provocador.
Es como si viviéramos para un solo día o si el que sigue no aportara nada distinto. Una rutina inacabada que comienza y se agota en la subsistencia. En esa dinámica, la queja, lenguaje emocional de los instintos, sigue siendo nuestra mejor expresión social. Pero se trata del lamento cómodo y pasivo con el que nos creemos justificados.
Todos se arrogan el derecho a contar su verdad, creída y asumida como la absoluta. La opinión es una profesión poblada de doctos empíricos con la autoridad para tratar cualquier tema. El problema de estos fenómenos GPT es que sus miles de “seguidores” les empujan a creérselos. Las redes están saturadas de voceríos histéricos sin ideas claras. La radio no soporta más “gobiernos” de opinantes. La rutina se evapora en un hervido bullicioso de intrascendencias. Una línea de eventos absorbe la ocupación social dejando aquellas atenciones troncales de futuro.
Somos una sociedad ruidosa y cargante. Nos cuesta callar para pensar, armar, construir y decidir. El ruido es marca emotiva. Tenemos que hacer bulla de todo: de lo que planeamos, sentimos, hacemos, tenemos y logramos. Celebramos con petardos hasta los bostezos de la rutina. Hacemos festín por cualquier excusa. Nos seduce masticar el morbo hasta el hartazgo para luego rumiar sus bagazos. Y es que somos alérgicos al silencio; bajo su sombra nos sentimos inseguros, vacíos y acosados.
Un país con problemas orgánicos vive rumiando las comidillas más baratas. La política es una sola cartelera de trending topics, obvio, por debajo de Yailin la más Viral y los personajes míticos del ecosistema Alofoke. Nuestro jet set urbano.
Toda colectividad se organiza sobre un diseño básico de lo que aspira a ser; un plan de futuro. Su desarrollo se perfila según esa matriz. ¿Alguna vez nos hemos preguntado qué país queremos? Hay intereses que quieren vernos como somos: distraídos en lo vacuo y alucinados con lo superfluo; así se evitan ejercicios pensantes que despierten conciencias. Hay centros anestésicos que fabrican tramas, espumas y tramoyas para darle sentido de espectáculo a la rutina. El repertorio es infinito. Un evento tumba al otro en caída de dominó. Los escándalos de hoy son densa columna para tapar a los de ayer.
Nos han acostumbrado a contentarnos con las migajas y a negociar por bagatelas. Esa inconciencia ha debilitado la voluntad colectiva para autoestimarse y exigir otros destinos como nación. La pérdida de perspectiva nos lleva a transarnos por un cambio de “estilo” de los gobiernos; a votar por el más carismático o famoso o a creer como concesiones nuestros derechos.
Gobiernos van y vienen, y los problemas de base siguen sin tocarse. Todos se acusan de ser responsables: los que estuvieron y los que están. Mientras, las atenciones se postergan y las soluciones se encarecen. ¿Y qué de los pactos sociales, las reformas estructurales, la revisión de las agendas de desarrollo? ¿Quién nos habla del futuro? Seguridad social, reforma a la estructura fiscal, endeudamiento y gasto público, código penal, ministerio público, pacto eléctrico, sistema sanitario, son apenas temas que se les huye como el diablo a la cruz.
Debemos bajar tonos, desarmar arrogancias, deponer armaduras y pensar en el país que todavía no tenemos, ahora que la deuda nos pesa, que los ingresos no nos alcanzan, que las desigualdades nos alejan, que la justicia se quiebra y que el futuro de ensueño se aleja.
El país es más que diez millones de turistas, que otro año con crecimiento o que algunos exfuncionarios presos; es un espacio donde cada ciudadano sepa qué esperar del futuro y pueda planificar su vida sin pensar en el pasaporte.
La mala noticia es que esa construcción es tarea de todos. Mientras esperemos que otros hagan, estos harán lo mismo, y nos consumiremos en un duelo de desgaste. Para hacer los cambios basta ser ciudadanos, así que no precisamos de tribunas, cargos públicos, curules ni medios de masa. El campo natural de esa lucha está ahí, en nuestro entorno, escenario de influencia directa. Suena idealista, pero ¿podemos esperar que las cosas se hagan como queremos desde el cobijo de nuestras ausencias? Las naciones son construcciones plurales armadas con voluntades anónimas. Los héroes apenas se llevan la gloria. Todos somos futuro.