Antes de que apareciera en el vocabulario la palabra emprendedurismo o se hablara de emprendedores, los dominicanos soñaban con tener “un negocio propio”. (Es lo mismo, pero más fácil de entender.)
Igual, un techo propio era y es el sueño de cualquier joven que empieza su proyecto de vida y ve la vivienda como su primera y gran inversión. La inversión de toda una vida, si pensamos en los préstamos a 30 años que muchos contratan. Otras veces es el esfuerzo de ahorro de muchos años de trabajo y que se invierte en un hogar en el que finalmente poder pasar la madurez con tranquilidad.
Y todo ocurre en un escenario concreto: el país mantiene un déficit habitacional que no baja del millón de unidades. Los precios suben, los metros cuadrados bajan. Los materiales se disparan, las construcciones se multiplican, el perfil de la ciudad ya es vertical.
Por eso, las estafas inmobiliarias, tan comunes, tan mezquinas, son tan dolorosas. Arruinan familias que han trabajado muchas veces lejos de su patria para poder tener finalmente un techo propio. Son el sueño y la esperanza destrozados por bandas de delincuentes.
La rabia de los estafados es tan comprensible… Cualquiera puede ponerse en su lugar porque además se entiende que la pesadilla no ha hecho más que comenzar. Vendrán luego las demandas, con abogados a los que también habrá que seguir pagando, en procesos judiciales que pueden demorarse años y que no siempre resultan tan escrupulosos como sería deseable.
Hay delitos que indignan, otros que enfurecen, otros molestan menos. Las estafas inmobiliarias destruyen a las víctimas. Por eso son tan odiosas.