Un año “nuevo” es uno de los tránsitos más predecibles. Nos cargamos de fuerzas positivas y, entre designios de cambio, buenos deseos y compromisos retomados, desafiamos con euforia los próximos 365 días, aunque ese arrojo apenas nos alcance para el primer tercio del año.
Y es que en el fondo somos conscientes de que no podemos esperar del calendario más que ordenar la existencia, pero asumimos el autoengaño, animados por la “premonición” de que con el año la providencia, la casualidad o el determinismo nos mejorarán la suerte.
Entre el 31 de diciembre y el 1 de enero median las mismas horas que separan a otros dos días cualesquiera; sin embargo, la impresión de que se agotó un conteo nos lleva a la fantasía de un impreciso recomienzo. Motivacionalmente el nuevo año pasa entonces como honorable excusa para volver a intentar o cerrar el balance, según la experiencia o la resolución. Y es que los humanos necesitamos de ese reseteo, aunque sus propósitos queden colgados en las intenciones.
No quiero ser nota suelta en el espíritu que flota en estos días y me sumo a la sinfonía de los buenos augurios. En ese sentido, propongo, quizás con copa en mano, una invitación a “desaprovechar” el tiempo. Sí, se trata de una admonición como la recomendada por Marcel Jouhandeau: “Como no tenemos nada más precioso que el tiempo, no hay mayor generosidad que perderlo sin tenerlo en cuenta”.
Y me refiero a descontarle tiempo humano al tiempo del sistema, ese que nos usa y ocupa como piezas de un engranaje colosal que hay que mantener en marcha a toda costa, o… ¡se acaba el mundo! Es salir de ese tiempo medido por horas trabajadas, por unidades producidas, por órdenes despachadas, por control estadístico, por rendimiento financiero, por balances de cuentas. Ese que nos tasa como recurso productivo. Un tirano capitalista que nos consume anestésicamente y descubre las canas cuando no hay tiempo para el espejo.
Si hubiera manera de contraponer alguna alternativa al imperio de ese tiempo, diría que sería “invertir en el ocio productivo”, una forma de alterar la ecuación. No es hacer nada o dejar de hacer. No. Supone darle oportunidad a cada cosa y ordenarla a un propósito notable de vida. En ese espectro tienen espacio todas las elecciones, menudas y grandes, siempre que añadan valor y nos hagan seres más realizados que exitosos; más felices que productivos. “Desaprovechar el tiempo” es ganarle pausas a la severa rutina de sobrevivir.
Precisamos del tiempo contemplativo para ocuparnos de construcciones más trascendentemente humanas que rebasen el confort, la seguridad material y el reconocimiento. Tiempo de nosotros para nosotros; para ver y afirmar la vida desde fuera y hacia dentro; para dejar fluir, mirar y callar. Alguien dijo que la vida es eso que pasa mientras estamos haciendo otros planes.
En esa lógica me atrae esta utopía metafórica de Mitch Albom: “Intenta imaginar cómo sería la vida si no contásemos el tiempo. Lo más probable es que no puedas. Sabes en qué mes, año y día de la semana te encuentras. En la pared, o en el salpicadero de tu coche, hay un reloj. Tienes un horario, un calendario, una hora. Pero a tu alrededor se ignora el cómputo del tiempo. Los pájaros no se retrasan. No hay perros que miren el reloj. Los ciervos no temen olvidar los cumpleaños. Solo el hombre mide el tiempo. Solo el hombre da las horas. Y a causa de ello, sufre un miedo paralizador que no padece ningún ser vivo: El miedo a que se le acabe el tiempo”.