El 23 de diciembre de 2019 la familia González Pereyra se alistaba para reunirse como cada año y, al día siguiente, celebrar la tradicional cena de Nochebuena.
El ambiente era el mismo que se observaba en cada hogar de la República Dominicana. Merengues navideños, sazonaban el cerdo para que tuviera más sabor y mientras, se tomaban unas copas de vino… lo típico.
Esta celebración sería aún más especial porque llegaría de los Estados Unidos Francisco, el hijo mayor, que, tras siete años sin participar de forma física en el encuentro navideño, volvería a casa, junto a su nueva familia, conformada por su esposa estadounidense y sus dos pequeños hijos: una niña de tres años y un varoncito de un año y medio.
La llegada al país estaba pautada para las 12:00 del mediodía del 24 de diciembre. Parte de la familia, entre ellos la madre y el padre de 65 años y 70 años, respectivamente, estaban organizándose para acudir al aeropuerto y recibir al hijo pródigo y a su familia.
Sin embargo, una llamada cambió todos sus planes y destruyó de cuajo la alegría que reinaba en ese hogar.
Un amigo de su hijo le informó que, camino al aeropuerto en Boston, donde abordarían el avión, el vehículo que manejaba Francisco se estrelló contra un vehículo pesado. En el acto murieron todos los integrantes de la familia.
A partir de ese fatídico día, las navidades para los González Pereyra jamás volvieron a ser tan festivas como antes. Al contrario, “se convirtieron en un duro recordatorio de lo frágiles que somos los seres humanos”.
También relató lo duro que resultó ese suceso. “Todo se nos complicó, desde la incertidumbre de saber si decidíamos sepultar a nuestro hermano en el país o lo dejábamos descansar con su nueva familia en Boston».
«Fue muy duro porque tuvimos que aceptar que fuera enterrado allá”. «No pudimos compartir con nuestros sobrinos y cuñada. Ese dolor nos acompaña siempre».
Para colmo, agrega: “La situación de salud de mi madre no le permitió viajar para participar en las honras fúnebres, lo que agudizó aún más su crisis de salud”.
“Mi madre no soportó tanto dolor y tres meses después, en marzo, falleció”, relató a Diario Libre, Altagracia, hermana de Francisco.
“Nada volvió a ser lo mismo… luego llegó la pandemia del coronavirus y también falleció mi padre”, señaló entre sollozos.
Como ellos, en la República Dominicana existen cientos de familia que, tras un proceso de duelo, no celebran las fiestas de Navidad o de fin de año porque les genera un inconmensurable dolor, que se agudiza a medida que se acerca diciembre.
Cuando se destruye el mundo, hay que sacar fuerzas de donde no hay
Un caso similar fue el compartido por Martha Trinidad. Su testimonio toca las fibras más sensibles, de esas que el paso del tiempo tampoco deja sanar.
Ella contó a Diario Libre cómo la muerte se ensañó con su familia. Su hermano murió, dejando unos niños huérfanos, y posteriormente falleció su madre, dejando una familia que sigue de luto.
“No ha sido nada fácil”, inicia su relato. “Porque mi hermano dejó tres niños en la orfandad, entonces uno siempre está pendiente de ellos, y cada día más lo recordamos, y más ahora en diciembre”.
Su nombre era Francisco Alberto. «Fue el 17 de diciembre del 2020 cuando murió. No fue de COVID-19, pero fue durante la pandemia. Fue difícil porque yo estaba sola y tenía que lidiar con todo».
La mujer describió cómo la pérdida la llevó a una depresión pasiva. «No aceptaba y quería demostrarle a los demás que yo estaba bien, pero mi cuerpo reaccionaba a esa pena, a esa pérdida», dijo. «Estaba renuente a muchas cosas, pensando que la vida no tenía sentido».
A pesar de la dificultad de la situación, Martha encontró consuelo en su fe. «Soy muy creyente de Dios», dijo. «Creer en Dios y orar me ayudó mucho, aparte de la ayuda psicológica que recibí».
También tuvo que lidiar con otros desafíos familiares durante este tiempo. Su madre tenía Alzheimer y diabetes, y no la reconocía. A eso se suma que tiene un hermano con problemas de aprendizaje, el cual depende solo de ella.
«Yo no podía darme el lujo de llorar, de encerrarme en mi habitación, porque tenía que estar pendiente de la medicina de mi mamá, de ponerle insulina, de cuidar a mi hermano», dijo. «No pude vivir el duelo que generalmente una persona vive, porque yo era simplemente la cabeza de mi familia».
La mujer también tuvo que lidiar con la muerte de su madre el año siguiente. «Mi hermano murió el 17 de diciembre, y mi mamá murió el año siguiente, en julio», dijo. «No podía levantarme de una pérdida para caer en otra».
A pesar de las dificultades, la mujer ha encontrado la fortaleza para seguir adelante. «A veces me dicen que soy muy dura, pero no es así», dijo.
«Es válido que yo llore, que yo exprese mi sentimiento. La vida sigue, eso lo sabemos, pero también tienes que darte el chance de que, si necesitas encerrarte en una habitación y no quieres hablar con nadie, la gente tiene que respetar eso».
Colapsó en su trabajo
“Yo soy muy creyente de Dios, creo que eso fue lo que más me ayudó, aparte de la parte psicológica, porque tuve que buscar ayuda tras un evento en mi trabajo, donde yo no lloré, o sea, yo no lloré en ningún momento.
Yo resolví lo que tenía que resolver con la muerte de mi madre, me dieron mis tres días normales, y fui a mi trabajo normal, pero sin hablar con nadie”.
“Hubo un momento en que parece que yo no aguantaba más y fueron a darme el pésame, y yo tiré un grito, como de terror, y hubo que llevarme a emergencias, porque casi me dio un infarto”.
“Sonaba agresiva y no permitía a la gente a mi alrededor porque no quería lástima. Claro. Que me vengan, ay, mira, qué pobre. No me diga nada. Si tú vas a estar ahí, quédate callado y no me diga nada”, añadió Martha Trinidad.
El Covid acabó con un matrimonio de 20 años
Matilda Farías y Domingo Méndez llevaban casi 20 años casados. Él, de 66 años, y ella 12 años menor. No tuvieron hijos. Vivían el uno para el otro.
La pandemia del coronavirus del Covid-19 no alteró demasiado su vida cotidiana, a pesar de que se decretó un toque de queda que impedía que las personas salieran de sus hogares.
Se cuidaban el uno al otro y tomaban las medidas necesarias (a veces exageradas) para evitar un contagio. Lavaban los alimentos, no permitían visitas y usaban mascarillas en todo momento.
Sin embargo, y como sucedió con muchas personas, esto no impidió que uno de ellos se contagiara. Él un día, tras regresar a la casa de hacer sus compras, notó que le costaba un poco respirar y había perdido el gusto. Dos de los síntomas graves del Covid-19. Los síntomas continuaron de forma acelerada.
Llegó la fiebre y tuvo que ser internado. En ese tiempo se estilaba que un personal de Salud Pública acudiera a la residencia de los afectados y determinara si el paciente ameritaba ser internado. En el caso de Domingo fue así.
“Todo sucedió muy rápido, llegaron los de Salud Pública y determinaron que debían internarlo. Fue un shock ver a esas personas vestidas de blanco y totalmente cubiertas”. Sorprendentemente, ella no se contagió.
A él lo llevaron a la clínica Alcántara y González y a ella no le permitieron acudir a verlo por varios días. Cuando sí pudo ir, lo que vio le rompió el corazón: sus ojos estaban ausentes y la fiebre no había cedido.
A pesar de su estado de salud, él estaba pendiente de ella y la miraba con el mismo amor, pero en ella surgió el miedo de que esa fuera la última vez que él la viera.
Los médicos le informaron que, por la gravedad de los síntomas, tendrían que trasladarlo a un hospital especializado. Su contagio se produjo a finales de noviembre y se agravó a principios de diciembre.
Ella guardaba la esperanza de celebrar las fiestas decembrinas y de Año Nuevo a su lado, sin embargo, el cruel destino tenía sus planes.
“Los médicos me dijeron que debían intubarlo. Ahí supe que posiblemente no lo volvería a ver”, narró entre lágrimas. ¡Y así fue!
Un 18 de diciembre, tras varios días internos, Domingo falleció. Los trámites fueron demasiados rápidos. “Me llamaron por teléfono, porque ese día me fui a descansar, ya que no me permitían visitarlo en la unidad de Covid-19 donde estaba, y me dijeron que tenía que ir al hospital, porque su salud se había agravado”, dice.
Y agrega: “Ahí supe que había fallecido”. Lo intuía. Efectivamente, los médicos salían afuera, donde estaban los familiares, y con una lista decían los nombres de los pacientes fallecidos. “Escuché su nombre y me derrumbé”, confiesa.
“Lo peor de todo es que no pude despedirme de él ni darle la sepultura que merecía”.
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Como era protocolo en esa época, las autoridades llevaron el cuerpo al cementerio y ellos mismos lo enterraron. Ella sólo pudo verlo de lejos, junto a las pocas personas que la acompañaron.
“Nunca más he tenido una Navidad. Se me fue la mitad de mi vida. Cada año en diciembre la pasábamos en casa de mi mamá y él era la alegría, hacía cuentos que nos hacían reír a todos. Su muerte me sigue doliendo y diciembre solo aumenta ese dolor”, confiesa.
¿Cómo ayudar a una persona que pasa un duelo en una fecha tan significativa?
Es una situación compleja, tanto para esas familias como para sus amigos cercanos, que no encuentran cómo ayudar para subsanar ese sentimiento.
La psicóloga Karem González, experta en abordaje de duelo, terapeuta familiar sistémica y directora del centro de atención integral Lotus, señala que lo mejor en estos casos es “respetar la dignidad del doliente y la familia. Respetar el momento, ser prudente es lo que se requiere».
- «Los familiares y amigos cercanos pueden ayudar brindando auxilio y socorriendo cualquier necesidad que pueda surgir, facilitando el día a día», señala González. Sin embargo, no se debe tratar de hacer que esa persona sea optimista en un momento tan delicado.
- «Hay algo que nosotros hacemos intentando aliviar la carga y es brindar esperanzas y tratar de ser optimistas, pero en un momento así es más prudente guardar silencio. Es prudente validar la tristeza, validar la impotencia, acompañar y estar ahí. No se recomienda brindar falsas esperanzas ni crear culpa por no ser agradecidos. En ese momento, el silencio es la mejor compañía», enfatiza.
Tal como dice González, cuando se habla de pérdidas y duelos, la mayoría de las personas no sabe qué hacer ni qué decir.
«Somos una sociedad emocionalmente fóbica, que se niega a procesar emociones complejas e intenta, a veces obliga, a ver las cosas desde el lado positivo, pero a veces esto simplemente no es posible», manifiesta.