Con la reforma constitucional de 2010, la República Dominicana dio un salto cualitativo multinivel en lo que se refiere a su organización jurídico-política. Entre las muchas novedades que trajo consigo aquel momento constituyente se encuentra, como se sabe, la creación del Tribunal Constitucional. Con ello el país relanzó su inserción en la corriente constitucionalista contemporánea, aquella que combina una específica teoría de la justicia (que abreva del ideal de los derechos y de su protección, primacía y garantía como función esencial del Estado) con una singular teoría de la autoridad (que, a grandes rasgos, postula la justicia constitucional especializada como mecanismo de contrapeso a las tendencias históricas de los poderes mayoritarios), reconfigurando así todo el andamiaje jurídico para, entre otras cosas, favorecer una traslación fundamental: la de la autoridad política final, que antes descansaba en el legislador –por obra y gracia del legalismo de antaño— y que ahora reposa en el juez constitucional.
Que ello es así lo acreditan los primeros doce años de jurisdicción constitucional concentrada entre nosotros. Que ello deba seguir siendo así es una cuestión digna de un estudio aparte, previa consideración de las especificidades de nuestra historia política. Con todo, lo cierto es que basta atender al bagaje jurisprudencial de esta última década y pico (y a los efectos, visibles y no tan visibles, de los precedentes del Tribunal Constitucional) para comprobar que, efectivamente, la última palabra en clave constitucional no la tiene el Congreso Nacional, ni el Poder Ejecutivo, sino aquel colegiado. Y esto, convendremos, no es poca cosa.
Admitir lo anterior (como creo que no puede ser de otra forma) tiene consecuencias de calado. La primera de ellas, y acaso la más fundamental, es que conduce a reconocer que, en verdad, la entronización y revalorización de aquella teoría de la justicia, de esa concreta corriente filosófica que ha parido el catálogo tan rico y amplio de derechos fundamentales que hoy está vigente en nuestro paradigma, queda fundamentalmente en manos del Tribunal Constitucional. Y si esto no es de suficiente envergadura, piénsese a continuación que la distribución del poder político, los límites al quehacer del Gobierno y de la Administración y de los poderes públicos, la validez y eficacia de las relaciones internacionales y el control sobre el Legislativo son también, todas ellas, competencias básicas del Tribunal Constitucional. Así que el espacio jurídico y político que ocupa el juez constitucional en el sistema dominicano no es desdeñable. Muy por el contrario: lo cubre y lo abarca todo, y en el marco de ello interpreta y aplica una Constitución de vocación transformadora que se percibe suprema, que se considera fundamental, que todo lo invade y todo lo toca, que nada se le escapa y nada le resulta ajeno.
Creo que la combinación de estos ingredientes da suficiente cuenta de la inmensa labor que hemos encomendado al Tribunal Constitucional. Digresiones teóricas aparte, es evidente que se está ante el ancla del sistema político, el máximo intérprete del ordenamiento jurídico (con permiso de la Suprema Corte de Justicia), el protagonista último de la realización plena del ideal de libertad y derechos que a la fecha impregna, casi de forma unánime, la conciencia política colectiva de la nación. Es fácil incurrir en el error de pensar que esto fue siempre así. Echar la vista atrás, con apertura y perspectiva, demuestra rápidamente que semejante afirmación dista mucho de ser cierta, y que haber llegado hasta este punto es una verdadera conquista para la República.
Tampoco cabe empeñarse en tirar cohetes, comer perdices y cantar victoria. Claro está que hay mucho por hacer, mucho que afinar, mucho por corregir. Pero la primera época de nuestro Tribunal Constitucional, que combinó una variedad de personalidades –algunas de ellas simplemente irrepetibles—, prohijó, no sin mucha prueba y error, una labor jurisdiccional encomiable de cuyo balance se derivan decisiones jurídicas y políticas de todo tipo (algunas más plausibles que otras).
Sucede que, hoy, doce años después, se ha producido la primera renovación integral del Tribunal. Fruto de ese proceso, se han integrado al colegiado hombres y mujeres de alto calibre, juristas de altísima talla en cuyas manos queda el deber de dar continuidad a un proceso imparable que no se detiene ni se acaba nunca: el de la constitucionalización (¿y reconstitucionalización?) de la República, que es lo mismo que el de la defensa continua, de la primacía permanente, de la garantía plena y perpetua de la libertad, la igualdad, la dignidad y la democracia; en fin, de la construcción, concreción y pervivencia de un sinnúmero de valores políticos que no cabe dar por sentado, que se pierden muy fácilmente y cuya incorrecta conjugación es mal augurio para una comunidad política que, acaso por su bisoñez, todavía lucha por encontrarse a sí misma.
Se me ocurre –vayan ustedes a saber el motivo— que a los nuevos jueces y juezas del Tribunal Constitucional les conviene tener todo esto en mente. Me atrevo a concluir que lo saben, que lo intuían cuando se postularon y que lo recuerdan con cada amanecer. Creo que todo lo dicho hasta aquí no les resulta extraño, que son conscientes de las victorias del país y de los retos que aun debe afrontar, y que no les resbala el hecho de que hay fantasmas, pulsiones e inclinaciones profundas que se empeñan en amenazar lo logrado hasta hoy. Vista la digna selección efectuada por el Consejo Nacional de la Magistratura, me quedan pocas dudas de que todo ello ha arraigado en su psiquis.
Resta, pues, confiar en que el sentido institucional de los nuevos incumbentes conllevará la realización plena del proyecto constitucional. De ello depende que esta joven república, esta democracia en pleno acoplamiento, no degenere nuevamente en el absolutismo del pasado. No bastan los buenos deseos, claro está. Pero una buena dosis de confianza no viene mal, preferiblemente como la de aquel campesino prusiano que, según contó un día Cristóbal Rodríguez (parafraseando a Gustav Rabdruch), increpó a Federico II señalando que habrá siempre “un juez en Berlín” para poner freno a sus derivas autoritarias. Pues bien, ahí estará el Tribunal Constitucional cuando a nuestra incipiente comunidad política le dé por tambalearse. Estos jueces no están en Berlín, ni hablan alemán (hasta donde sé), pero allí estarán, prestos para reencauzar nuestra prometedora democracia y continuar reduciendo la azarosa brecha entre el poder político real y las decisiones políticas fundamentales radicadas en la Constitución. De ello tampoco me quedan dudas.