Sucesos escabrosos aparte… el fenómeno de la proliferación de las unidades de Airbnb en el país merecen algunas reflexiones. La evolución del negocio es similar a lo ocurrido en otros países.
Cuando comenzó, la actividad se vio con curiosidad y simpatía. Eran la solución de muchos (clase media principalmente) para llegar a fin de mes con un dinero extra.
Pronto se vio todo el potencial y constructores e inversionistas se lanzaron a idear edificios ya destinados únicamente a ese fin. Consecuencia inmediata, menos unidades habitacionales destinadas al alquiler de largo plazo. Los precios suben y las familias empiezan a tener problema para encontrar vivienda. Cambia la identidad de muchos sectores y se reportan unidades utilizadas para prostitución y punto de venta de drogas “seguro” .
En las comunidades de vecinos, los Airbnb son un problema y empiezan a ser rechazados. Tanto entrar y salir de gente desconocida y a menudo fiestera no es lo que se necesita para vivir con tranquilidad. Se desvirtúa la convivencia y empieza a hablarse de regulaciones más severas, no solo por los impuestos (que no pagan) o por el efecto que puede tener sobre la ocupación hotelera. Más de 90,000 habitaciones registradas en Airbnb, y creciendo, pueden ser una “amenaza” aunque el tipo de cliente no sea el que elige un hotel.
Nueva York corta por lo sano: prohibe los alquileres particulares por periodos menores a 30 días. Barcelona y otras ciudades limitan el número de permisos para controlar su proliferación. Comunidades de vecinos en otros países cambian sus reglas de condominio y los vetan.
La historia ha pasado del caso de la viuda que alquilaba una habitación al negocio millonario que es hoy. El esquema, obviamente, necesita regulaciones más claras.