Hace muchos años, conocí a una persona que se asombró mucho cuando vio el mar por primera vez. El personaje venía del interior de la isla, más específicamente de un campo de Cibao adentro. Esta persona tenía claro que no había visto el mar y sus palabras cuando lo conoció fueron las siguientes: ¡cuánta agua desperdiciada! No tenemos la información sobre la reacción de las personas que andaban con él en ese momento pero sí podemos suponer que recibieron estas palabras con beneplácito y con cierto humor.
En su libro Narraciones Dominicanas, con prólogo de Ramón Emilio Jiménez, el escritor Manuel Troncoso de la Concha nos dice que en 1859 hubo un naufragio de un bergantín que llevaba en sus adentros, toda una serie indeterminada de objetos. Entre ellos, estaba un quinqué, esto es una lámpara de mesa. Por entonces, en nuestra isla no se conocía sino algunas lámparas que tenían algunas familias acomodadas, pero el general de la población no tenía cómo poseerlas.
Quiero destacar esta situación porque Troncoso en su historia intenta de manera especial y profunda explicarnos cómo fue incorporado el primer quinqué a la nación de Duarte, esto es, un producto de elaborada misión: dar luz a las casas y comarcas dominicanas. Por otro lado, podemos decir que el naufragio de este bergantín fue a unirse al gran número de naufragios que se tuvieron en nuestras costas desde tiempos lejanos.
Según algunos cálculos, que no podemos considerar erróneos, es mucha la cantidad de barcos que naufragaron en la época colonial, llevándose consigo al mar una cantidad indeterminada de cargamento. Es cierto también que no hemos tenido una política clara para sacar de estos barcos toda la mercancía que llevaban, algunas de las que tienen una notable importancia histórica: monedas y documentos, por ejemplo.
Queda claro en los libros de connotados historiadores dominicanos, la enorme cantidad de movimiento que había en el mar. El personaje del que hablamos en el primer párrafo, folklórico como era, debía haber tenido alguna explicación a los bergantines y galeones que naufragaban en el mar, así como otra explicación para los barcos que se pueden ver en tránsito por nuestras aguas. Por lo pronto, ese personaje sabemos que no dejó hijos que puedan corroborar lo que aquí decimos, pero otras personas de su familia sí nos han dicho que la historia es correcta: ¡dijo, “cuánta agua desperdiciada!”.
En libros como el de Lepelletier de Saint Remy se nos narra de manera elocuente la formación en Europa de las Compañías de navegación para el comercio en las aguas caribeñas y continentales. Esas compañías dieron mucha agua que beber durante los gobiernos coloniales: cuando las naves españolas eran interceptadas por las naves inglesas y holandesas, se manejaba la información y el trauma consiguiente para la metrópoli era evidente.
El bergantín que menciona Troncoso debió ser solo uno de los tantos barcos que naufragaron por aquella época, pero no podemos asegurar tener en las manos un registro de todas las embarcaciones naufragadas. Los que no llegaban a su destino, debieron estar registrados en los documentos de las cortes, pero esa información no ha sido recuperada del todo. “El primer quinqué” es solo una de las narrativas que nos explican cómo llegaban a la isla una serie de objetos que no se tenían en las casas dominicanas. En el caso de las embarcaciones de más temprana época, es decir los barcos de las Compañías, sí se ha recuperado alguna cantidad de objetos que hoy pueden ser vistos en el Museo de Las Casas Reales en Santo Domingo.
Cuenta Manuel Troncoso que la palabra Quinqué viene del francés Quinquet y que “sin la letra final se aclimató en España”. Sin la t pasó luego a América. Indica el autor que las lámparas de esa época solo se veían en las iglesias y en las casas pudientes, que tenían el aceite vegetal que alimentaba la llama. Indica que también “había candiles, palmatorias y candeleros”. Continúa Troncoso: “los ricos se alumbraban con velas que llamaban también candelas de dónde les viene a los candelabros el nombre”. A su vez, los pobres usaban aceite de pescado el cual ponían en un vaso “para hacer luz con las lamparillas flotantes llamadas mariposas”.
Había entre los presentes, un señor llamado Felipe Dávila de Castro, nacido en Puerto Rico, pero dominicano por su origen, que enseñó a los concurrentes la manera en que debía usarse el quinqué. Ese señor, en la invasión de Toussaint de 1801, se había ido a refugiar a Puerto Rico y de ahí paso a España y allí en un duelo caballeresco mató a un personaje y vino a morar en el país, siendo a la sazón Ministro de Relaciones Exteriores de Santana. Luego de explicado cómo se usaba el quinqué, entre la multitud dijo alguien: ¡doy doscientos pesos! Para aquella época, cada peso papel equivalía a medio centavo de peso fuerte por lo que doscientos pesos equivalían a lo sumo a un peso fuerte.
El próximo paso era encender el quinqué, lo que llevaba consigo un factor de miedo por el peligro que podría acarrear pero un teniente, de apellido Tejera se animó y el día previsto se pudo encender el quinqué con la frase: viva el teniente Manuel, viva el General Santana! Pasado el tiempo, con las nuevas flotas que vinieron de España fruto de la Anexión, muchos quinqués mejores vinieron al país y el del teniente Tejera quedó relegado al olvido.
Pasando a la historia de nuestros hombres de mar, podemos decir que es en la costa Norte de la isla donde se dio, como queda consignado en Peña Batlle, todo el movimiento de embarcaciones que vinieron a la conquista de estas tierras nuestras. Algunos recuerdan la gran cantidad de bucaneros que no fueron sino hombres que se quedaron en tierra, porque por alguna causa no decidieron continuar con otras peripecias en el mar.
Podemos enumerar las Compañías que se fundaron en Europa para venir a los mares antillanos: la Compañía de los Comerciantes de Londres, Compañía de los mercaderes unidos para hacer el comercio en las Indias Orientales, (1702), Compañía de la barca de San Pedro flordelisada, (1626), Compañía francesa de las Indias Orientales, Compañía de las Indias Occidentales, la Compañía de Francia Equinoccial que debía colonizar la Guayana, fundada en 1663.
Si nos fijamos en algunos historiadores, estos nos describen una colonia donde el comercio de reses, ganado cimarrón y cueros, era sumamente fructífero. Podemos decir que la historia de la islita La Tortuga, la que aseguran algunos no tiene nada atractivo que ver en el hoy, es la viva muestra de lo que ocurría en aquella época de piratas en la colonia.
Sin embargo, otros suponen que en esa pequeña islita que vio el gobierno de D’Oregon, sí tiene algunos misterios que pueden ser atractivos para los investigadores. No podemos esperar, parecen decir estos, que tenga que venir una institución extranjera para hacer algunas cuantas investigaciones arqueológicas in situ. Por esta razón, algunos piensan que hay que valorizar ciertos territorios por la cantidad de tesoros que pueden albergar (considerando que un viejo vestido colonial puede ser un tesoro invaluable), con todo lo que implica el proceso de su puesta en valía.
Es notorio que en algunos lugares fundacionales (La Vega Vieja, por ejemplo), se tienen todavía pequeños museos donde se conservan, o se conservaban, objetos taínos. Esto nos indica que lo mismo ocurriría en los levantamientos arqueológicos que deberían hacerse en la pequeña islita de Peña Batlle. No se ha armado una expedición dominicana, que sepamos, para ir a ese lugar y acceder a sus ancianos misterios.
Los españoles que se fueron a tierra firme fueron muchos y se suele contar el caso de Hernán Cortés, marqués del valle de Oaxaca, Capitán General, aunque ya hablamos del paso temprano de Bartolomé de las Casas a Chiapas donde fue nombrado obispo. Es interesante conocer la historia de Cortés ya en otras regiones de América, así como todo lo que ocurrió con la misión de Las Casas, quien continuó su prédica en favor de las poblaciones aborígenes.
Se ha podido entender, como en el caso del naufragio del bergantín que menciona Troncoso en su libro de 1953, que las demás embarcaciones que naufragaron en las costas dominicanas, no tenían la cantidad de oro que pudieron tener las naves de inicios de la conquista, es decir hacia 1500 y años posteriores. En el caso del bergantín de nacionalidad inglesa, se hizo que interviniera el cónsul inglés y que todo lo que se pudiera rescatar de la embarcación se colocara en la atarazana donde se puso en subasta lo que se pudo.
En el caso de las Compañías que se organizaron en Europa para el comercio en las aguas americanas, a las que Lepelletier de Saint Remy dedica varias páginas de su conocido tratado, puede decirse que le dieron su notable perfil a los profundos siglos que tuvieron en el corso y la piratería las costumbres de los viejos hombres de mar que venían a las aguas de América en busca de riquezas y aventuras.