No hay desperfecto mayor entre los humanos que el hablar de oídas. Escuchamos comentar cualquier hecho en una tertulia, en una conversación de diletantes, en el seno familiar incluso, y sin ahondar en lo que escuchamos damos pábulo al juicio. Esto me sucede con el sionismo. Cuando se le menciona en algún lugar donde me encuentre tengo la impresión de que los que hablan se refieren a un grupo de desalmados o a una asociación secreta. Y a lo mejor sea lo primero para los enemigos de Israel, pero nunca lo segundo.
El sionismo, como afirma Mario Sznajder, no es más que el movimiento de liberación del pueblo judío. Tuvo antecedentes en un grupo formado en 1890 llamado “Amantes de Sión”, cuyo propósito era promover la migración hacia Israel y establecer allí colonias agrícolas. Desde sus inicios contó con miles de miembros. ¿Y por qué un movimiento de liberación? Porque los judíos no habitaban ninguna tierra propia. Estaban dispersos “en toda la tierra habitable”, como escribió el célebre historiador judío-romano Flavio Josefo. Los judíos constituían una nación itinerante que conoció los pogromos y los guetos mucho antes del advenimiento de Adolf Hitler. Eso que en España llamaban “judería” no era más que el gueto de los llamados judíos sefarditas. Despreciados por todos, sólo un líder militar y político le mostró su apoyo: Napoleón Bonaparte, que le otorgó derechos civiles en el Código Civil Napoleónico y consideraba que los israelitas eran los legítimos herederos de la tierra palestina.
En 1897, en Basilea, Suiza, tuvo lugar el Primer Congreso Sionista Mundial. Sión es la ciudad de David, mencionada 150 veces en la Biblia, pero tiene también una connotación espiritual y cultural, ligada al carácter mesiánico del término, utilizado por los judíos antiguos y también por los cristianos. Sión es la Jerusalén celestial, pero es también la Jerusalén liberada, liberación que se obtendrá -conforme la premisa judía- con la instalación de los israelitas en esa tierra. Los judíos sólo podían emanciparse y dejar de ser extranjeros en cada tierra de la diáspora, si lograban asentarse en la tierra bíblica. Ese es el planteamiento que dio origen a la migración hacia atrás. Hacia Palestina.
La primera migración -como si dijésemos, la primera vez que los israelitas se agruparon y dijeron vamos a ocupar esas tierras- se produce en 1881. Compraron tierras a los otomanos y a los árabes, y se instalaron en Palestina contando en principio con el respaldo de Gran Bretaña. Luego, se producirían otras oleadas migratorias -llamadas Aliá, que significa en hebreo “ascenso hacia Sión”- la última de las cuales (de esa etapa, porque siguen ocurriendo hasta tiempos recientes) se produjo en 1933, a raíz del Holocausto. Un gran intelectual, Theodor Herzl, escribe en 1896 un libro titulado “El Estado Judío” y ofrece las fórmulas para crear Israel con migraciones masivas, establecer colonias agrícolas y gestionar el primer estado etnográfico del mundo, como han establecido algunos estudiosos. Herzl es, por tanto, el fundador del movimiento sionista y, de hecho también, el fundador de Israel. Otros intelectuales colaborarían activamente en el proyecto, incluyendo en el aspecto lingüístico, porque hasta entonces los israelitas se comunicaban en lo que se llamó la lengua judeo-árabe, en ladino (que procedía de Italia y era la que hablaban los judíos sefarditas) y en yiddish, que era el dialecto (especie de código cifrado, anoto yo) que hablaban los judíos socialistas cuando diseminaban sus ideas en la clase trabajadora. (Jesucristo hablaba un dialecto galileo del arameo, según expertos, y el Papa Francisco y Netanyahu coinciden en que también hablaba hebreo que era una “lengua sagrada”, nunca asumida en la cotidianidad). Ben Yehuda fue el intelectual que marcó la pauta en este aspecto: migración, territorialización y una sola lengua, el hebreo, renovada para que, medio siglo después, se convirtiese en la lengua oficial de Israel.
Saltando distancias, en 1947, los británicos, que gobernaban el territorio de Palestina, se retiran y dejan el problema del establecimiento judío a la ONU, que decide dividir el territorio a partes iguales, con la misma extensión de terreno para ambos, a los árabes-palestinos y a los judíos, mientras que Jerusalén se convertiría en una ciudad internacional administrada por dicho organismo. Los árabes se enfurecieron y no aceptaron la división, puesto que rechazaron siempre la migración judía y el establecimiento de un Estado-nación de carácter judío. La intelectualidad árabe, aspecto que siempre hay que destacar, jugó, como los intelectuales judíos, un rol relevante en este primer capítulo del viejo conflicto. Los intelectuales árabes promovieron entonces la constitución de un Estado-nación propio para dar respuesta a las migraciones y al proyecto del movimiento sionista. Fue un pensador árabe, Yusuf al-Khalidi, quien predijo en esos tiempos que “el proyecto sionista pondría en peligro la convivencia entre musulmanes, judíos y cristianos en la Palestina otomana”. Posteriormente, otro escritor árabe, Najib Azouri, afirmó que “el sionismo y el nacionalismo árabe estaban destinados a luchar entre sí hasta que uno de los dos prevaleciera”. Ese, y no otro, es la real naturaleza del conflicto de 2023.
¿Y cuál es la realidad de ayer y hoy de los palestinos? Como los judíos, se expandieron por el mundo. Hicieron una migración forzada por los vaivenes imperiales de diversos estilos que gobernaron sus destinos hasta deshacer su nación. Sufrieron un doloroso y largo episodio diaspórico y aunque una parte de ellos se concentró en la tierra bíblica, la mayoría no regresó jamás a su tierra. Para entonces, convivían con los judíos, que eran minoría. Pero, a diferencia de éstos no planificaron una migración continua, no desarrollaron una idea formal de Estado-nación, su realidad estuvo siempre sujeta a la dominación, y, a mi entender, no se entrenaron adecuadamente en el ejercicio político. Tenían, como tienen hoy, una significativa simpatía mundial, pero su relación con otomanos, británicos y las demás fuerzas que los sujetaron, le impidieron caminar en una sola dirección. Además, permitieron los primeros asentamientos agrícolas de los judíos en su territorio. En 1917, Gran Bretaña propugnaba ya por buscar un “hogar nacional” al pueblo judío. Y ahí entramos en otro razonamiento que podría destacarse o no, pero que creemos influyente: la etnia judía era muy fuerte y muchos hombres de trascendencia en la historia universal llevaban ese origen entre las venas. Comenzaba con Moisés y Abraham, y continuaba con grandes pensadores, políticos, inventores, escritores, artistas: Carlos Marx, Rosa Luxemburgo, León Trotsky, el fundador de la socialdemocracia, Ferdinand Lasalle. Desde la célebre familia Rothschild, que tanto contribuyó al establecimiento judío, hasta George Soros. Desde Freud, Einstein, Oppenheimer, hasta Michel Bloomberg y Mark Zuckerberg.
Como los judíos, los palestinos siempre han mantenido niveles de división profundos. En el mundo palestino se advierte, en el judío, no, pero en este último son más encarnizados incluso, por la religión y el conservadurismo que trae la ortodoxia, por las posiciones políticas, por liderazgo personal y militar. La historia de Israel está llena de esas disidencias. Los palestinos cuentan con una estructura familiar muy desarrollada, pero sus fraccionamientos no se dan como los israelíes en ambiente democrático, sino como imposición política y religiosa, lo que les ha llevado a ser dirigidos por egipcios (el otro enemigo crucial), sirios, iraníes y soviéticos. Israel desarrolla vínculos con naciones fuertes, pero no siempre acata. Desarrolla sus propios proyectos. Un ejemplo: cuando la guerra de los seis días, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, aunque manifestando sus simpatías con Israel, desalentaron al gobierno israelí para que no se enfrascaran en un conflicto. El presidente Lyndon B. Johnson, que gobernaba entonces a Norteamérica, los llamó a capítulo para que no hicieran la guerra. Los israelitas siguieron con su proyecto guerrero contra Egipto (“pueblo de dura cerviz”) y ganaron abrumadoramente la contienda. Johnson se incomodó con ellos, pero al final los norteamericanos se rindieron ante la realidad. Dicen que Moshe Dayán, el gran ministro israelí de la guerra, bromeaba entre sus íntimos por haber dejado a Johnson furioso, al general de Gaulle triste por no haber contribuido con nada en esa guerra, y a la URSS por haber respaldado a Nasser y a Egipto sin fruto alguno. Los soviéticos decidieron una de sus famosas salidas: echaron toda la culpa a su embajador en Egipto y lo mandaron de paseo a la Siberia. Los comandantes militares de Estados Unidos le vaticinaron al presidente Johnson que si Egipto iniciaba la guerra, a Israel le costaría doce días ganarla. Y si era Israel que atacaba primero, en siete días. Lo hicieron en seis. “Mis generales siempre tienen la razón en las guerras de otros”, dijo Johnson, frente al oscuro horizonte por el que pasaba en esos momentos con la guerra de Vietnam.
Siempre existieron fórmulas para que los palestinos tuviesen una tierra propia para su nación. Desde aquella partición del 1947 hasta el gobierno de Barak Obama. Todas las ofertas se desaprobaron (“pueblo de dura cerviz”, también le cabe). De cualquier modo, los palestinos necesitan un territorio, igual al que aspiró Israel por largas décadas hasta realizar el proyecto sionista que culminó en su fundación en 1948. Ellos también exigen ir hacia su tierra prometida. ¿Cómo lograrlo?
Finaliza el viernes próximo.