Pocas dudas pueden quedar sobre el protagonismo de la polarización en el ecosistema político contemporáneo. Hay pistas por doquier: tácticas discursivas (la acentuación del ellos contra nosotros), acciones colectivas más o menos coordinadas (manifestaciones ultras ante la sede del PSOE, barricadas en el parlamento albanés, abucheos a Milei en el Teatro Colón) y, claro está, estrategias electorales (el incentivo al voto de rechazo, por ejemplo). De por medio, el efecto amplificador de los medios de comunicación y las redes sociales. En fin, un panorama marcado por lo identitario, en el que se aprietan filas y se cultiva un renovado (y a veces mal entendido) sentido de pertenencia.
Hay matices que enderezan cualquier análisis sobre el tema. Por ejemplo, cabe distinguir entre extremismo y polarización, así como entre polarización ideológica (que calibra la distancia entre el votante y las distintas ofertas temáticas que emanan del sistema de partidos) y afectiva (que se despliega sobre lo identitario y se genera frente al sistema de partidos, con independencia del bagaje temático en torno al cual orbite), pudiendo esta última darse entre votantes o entre líderes. Puede además teorizarse sobre las relaciones que existen entre estas variantes. Pero esto no es lo que me interesa. Por lo pronto, creo conveniente escudriñar los móviles de la polarización afectiva e incidir sobre algunos de los riesgos que plantea. Y ello con el propósito de afirmar que, al margen de los méritos que cabe reconocer a la crítica política y el disenso ideológico, hay algo en esto que resulta problemático para la convivencia democrática, el equilibrio del poder y el mantenimiento del programa constitucional.
La raíz del tema es variada. En ella se sitúa, de un lado, la percepción (condicionada por el ojo con que se mire) de ineficacia rampante y persistente de los gobiernos. Allí anida también el discurso amigo–enemigo, muy de moda en el siglo pasado y desempolvado ahora por sectores políticos puntuales. No obstante, en el trasfondo de la polarización afectiva se encuentra la teoría de la identidad social, según la cual la pertenencia (auténtica o autopercibida) a grupos sociales es determinante en la configuración de la identidad individual y en la lectura de la realidad. Naturalmente, la identidad social se vuelve políticamente relevante cuando los grupos plantean demandas políticas y participan en el sistema de partidos.
No es en sí mismo indeseable que los desacuerdos ideológicos y las diversas identidades y cosmovisiones compitan en un sistema democrático. El problema (como expone Mariano Torcal en su magnífico libro De votantes a hooligans) es que la creciente incidencia de la polarización afectiva sobre el mundo político ha derivado en la configuración de barreras sociales y murallas ideológicas que no solo refuerzan el sentido de pertenencia al grupo político-partidario, sino que también solidifican los prejuicios y fobias que anidan en los distintos segmentos del electorado. Podrá especularse sobre si ello es fruto de cierta estrategia de las élites del momento. Lo cierto es que aquellas barreras y murallas desafían el pluralismo que nos arropa y el disenso que le resulta connatural, poniendo en entredicho los códigos básicos de una política democrática coherente con la heterogeneidad de las sociedades. Algo así como querer sustituir la rica complejidad de la razón por la precaria simpleza de la emoción.
Lo anterior es suficiente para estremecer los cimientos del universo político que prefigura la Constitución. Los asambleístas que pergeñaron el texto constitucional en vigor tenían en mente una comunidad política diversa y dinámica, en la que caben distintas concepciones de lo político y coexisten diferentes corrientes morales y filosóficas. Prueba de ello es la propia abstracción del texto constitucional: el constituyente no rechaza el desacuerdo sino que lo hace suyo y, para garantizarlo, se abre a múltiples concreciones de lo que es político, moral o justo. Lo que se promueve así es la convivencia democrática sana. Pero no sin límites: existen precisamente para salvaguardar el idéntico derecho que anida en cada persona a configurar sus propias concepciones políticas, construir su plan de vida y perseguirlo en función de su punto de partida y de las posibilidades que le brinde el Estado.
La comunidad que acabo de describir no es compatible con las murallas que trae consigo la polarización afectiva. Dichas barreras tampoco encajan bien con el sistema político e institucional que gestiona aquel colectivo plural y dinámico. He aquí el efecto perverso de la polarización afectiva: y es que, si se siguen al pie de la letra las premisas que la alimentan, debe importar bastante poco la legitimidad de mi adversario (el otro) o la rendición de cuentas de mi grupo (los míos). El que no me representa, que atenta contra mis valores o discrepa de mis creencias, no “merece” un espacio en la conversación pública. Y como el fin último es aniquilar al rival (que ya se estima ilegítimo) y controlar el espacio político, más vale no exigir demasiada transparencia a los propios, ni apostar por la fiscalización, ni insistir en los frenos al poder. Desde esta perspectiva, estorban.
Se generan así algunos impulsos que, por su relevancia constitucional y su impacto en la vida social y política, merecen atención. Primero, la polarización afectiva extrema la dinámica amigo–enemigo y, con ello, fulmina el concepto de adversario político legítimo, planteándose una pugna desde los extremos que desemboca en la invalidación de unos en favor de otros. Segundo, atenta contra algunas premisas básicas de una democracia plural consecuente: imposibilita el acercamiento, nulifica la posibilidad de transacción (tan necesaria en cualquier sistema netamente democrático), convierte la tolerancia en un ideal inalcanzable y, por obra y gracia de la hipérbole, produce silencios de “doble vía” que cuesta curar, que impiden el entendimiento mutuo y bloquean la configuración de políticas públicas acordes con la efervescente realidad que marca nuestro presente.
La polarización afectiva también postula una cuestión constitucional de calado: porque tiene la vocación y el potencial de dinamitar todo el sistema de controles que se establece para adecentar el ejercicio del poder y desincentivar los ismos que tanto daño infligieron en tiempos ya remotos. Las políticas de transparencia y fiscalización y la propia cultura de rendición de cuentas, que tan caras han resultado para nuestro desarrollo democrático, son auténticos problemas para quienes apuestan por el predominio absoluto del grupo político propio. No es necesario volver aquí sobre la importancia de los frenos al poder. Lo que debería quedarnos claro es que la polarización afectiva apunta a detonar como un petardo toda la arquitectura política ideada fundamentalmente para evitar revivir la arbitrariedad dictatorial del pasado.
La polarización de nuestro tiempo, dejada a su libre albedrío, se proyecta como catalizador de lo que hoy es una corriente de fondo que lucha ferozmente por instalarse. De manera que merece la pena reflexionar sobre el escenario que realmente queda servido cuando aquella variable es desatendida, que no es otro que el de la lucha por el poder a costa de anularnos mutuamente. Cosa que, por cierto, no parece demasiado conveniente.