En el principio, fue Israel. Si nos atenemos a la historia bíblica, la patria judía proviene de la estirpe de Abraham, Isaac y Jacob. El primero de estos tres es el gran patriarca que encabezó la primera migración de su pueblo desde la Mesopotamia, el hoy Medio Oriente, hacia Canaán, en el siglo XVIII a. de C. Isaac es hijo de Abraham y quien lo sustituyó en el mando al momento de su muerte. Jacob es hijo de Isaac, cuyo liderazgo fue de tal fortaleza que de este derivan las doce tribus de Israel, comandadas por su larga prole. Esa población fue la que luego se convirtió en el pueblo de Israel, nombre este último dado a Jacob. Los 981 Rollos del Mar Muerto o rollos de Qumrán, por el lugar donde aparecieron hace apenas 77 años, en 1946, así como investigaciones arqueológicas en la llamada Ciudad de David, en Jerusalén y en el valle de Elá, parecen confirmar los relatos bíblicos.
En el principio, fue Palestina. Los historiadores creen que es la cuna de los filisteos, llamados también pilistinos, que se congregaron como pueblo en el perímetro costero donde luego se instaló el Reino Unido de Israel con el profeta Samuel como su primer rey, y en lo que hoy se conoce como la Franja de Gaza. Esto ocurrió mucho antes del establecimiento judío. O sea, los palestinos originarios ocuparon esa planicie en el siglo XII a. de C. Es la misma zona del Levante, alrededor del río Jordán, donde ambas poblaciones se ubicaron desde antiguo. Hay autores que afirman que Palestina existe desde el paleolítico. Jordania también forma parte de este embrollo geográfico-político y de cohabitación humana. Los tres han ocupado por milenios la misma zona por donde se cree existieron los primeros predios agrícolas de la humanidad y las primeras ciudades formales. Los tres, además, se ubican en las tierras bíblicas, son parte de la Tierra Santa de las tres religiones abrahámicas. En Belén, Palestina, nació Jesús y era la ciudad nativa de su padre José. En Jordania se ubica el Monte Nebo, que se cree es la Tierra Prometida por Dios a Moisés. Israel, y específicamente Jerusalén, la tierra cananea de Judá, conquistada por el rey David, es la que ocupa la mayor parte de los lugares santos y en este enclave Salomón, sucesor de David, construyó el primer templo judío, que sería destruido por los interventores de la Palestina originaria. En la identidad de israelitas y palestinos, Jerusalén es la Ciudad Santa, porque allí nació el judaísmo y mucho más tarde, el Islam. Y desde luego, lo es también para los cristianos, minoría –salvo en sus vecinos del Líbano- en la religiosidad de estos dos pueblos, donde Yahvé y Alá ocupan los tronos de la fe.
Sin conocer estos detalles religiosos, tan brevemente expuestos, es imposible entender la disputa milenaria de estos parientes cercanos, tan iguales y tan diferentes, con religión, lengua y costumbres distintas, y al mismo tiempo con el mismo carácter guerrero, las mismas fobias humanas, la misma certeza de ser pueblos de “dura cerviz” como el libro del Éxodo afirma que le dijo Dios a Moisés sobre Israel, que también puede aplicarse sin duda alguna a los palestinos.
Los palestinos han sufrido, casi permanentemente, durante su larga travesía histórica, la dureza de la intervención foránea. Siempre han sido vástagos, como si de sus cuellos colgase alguna maldición, de la opresión, el sojuzgamiento, la iniquidad. Egipcios, persas, romanos, neobabilónicos, orientales, otomanos, británicos, las élites musulmanas incluso, les obligaron a vivir maniatados, a caminar por el mundo desmembrados, jadeantes, migrantes del destino y la furia, ambular hambrientos y desheredados, millares de ellos sin poder volver jamás a la tierra ancestral.
Los israelitas, desde el año 1,020 a. de C. no han conocido la quietud. Han existido para conocer la grave y maloliente pitanza del odio, el rechazo, los motes implacables del resentimiento y del desprecio, los pogromos, los guetos, el exterminio. Como los palestinos, han recorrido todo el globo en su largo periplo diaspórico iniciado en el 597 a.de C. cuando los babilonios destruyeron el primer templo junto a toda Jerusalén. Huyeron hacia Egipto cuando Moisés guió aquel gran éxodo, y se dispersaron hacia todas las tierras y hacia todos los abismos. Guerreros de empeños persistentes que se sobreponían a todas las adversidades, con la adarga al brazo regresaban siempre para reconquistar lo perdido y bajo la égida de la Torá mantener inalterables sus costumbres, la esperanza de que regresarían a la tierra originaria y a los rituales de su fe.
¿Desde cuándo los israelitas han sido tan peleadores, tan aguerridos, tan fieros con las armas? Desde que surgieron en la humanidad como pueblo fundador. ¿Y los palestinos? Igual. Nunca han conocido otra vida que no sea la de sobrevivir y permanecer en la contienda hasta que se quemen las naves. Su bandera ha sido siempre la de perecer antes que temer, huir o ser diezmados. Baste el ejemplo de la primera rebelión contra los romanos. Fue allí donde surgieron los “sicarios”. De allá viene el nombre y su afrenta. Si algo distingue de manera especial a estas dos sociedades, la israelita y la palestina, es el sentido de división, de enfrentamiento no solo contra los enemigos, sino también contra los de su propia sangre y destino. Los zelotes eran un grupo guerrero extremista que fundamentaban todo su quehacer terrorista en la fe religiosa. Los “sicarios”, hombres de espada corta, eran conducidos por los zelotes, que había fundado Judas, el Galileo. Se apoderaron de Jerusalén y cuando el emperador romano intentó negociar una salida a los enfrentamientos se negaron rotundamente y prefirieron continuar la guerra. Resistieron. Pero, los romanos destruyeron el templo, retomaron Jerusalén y persiguieron con saña a los judíos. Al ver perdidas las esperanzas de ganar aquella guerra imposible, frente a la superioridad militar romana, los combatientes realizaron un suicidio colectivo en Masada, la montañosa ciudad cercana al desierto de Judea y frente al Mar Muerto que este autor decidió conocer años atrás para revivir toda la historia que ya conocía y contemplar desde la altura, desde la fortaleza de Herodes, toda la gloria de Israel desde sus signos trágicos, pero también desde su terca obsesión, hasta la muerte, contra todos los fuertes vientos arrebatadores de sus dominios y contra las altas y virulentas mareas dispuestas para su aniquilamiento.
Israel creó una estructura demográfica errante. Los judíos se diseminaron por Europa, por Asia, por África. Forjaron el nacimiento de grupos diaspóricos prácticamente en todos los continentes. El éxodo regresaba. Mucho tiempo después, los judíos llegaron a Nueva York antes que todo tipo de migrante, incluso antes de que los propios estadounidenses, en su mayoría, conocieran la gran ciudad. Ellos cofundaron a New York, tanto como los amerindios, ingleses y neerlandeses. Y siempre, el destierro desde las mismas tierras adonde llegaban. En España fueron expulsados, justo cuando el Almirante de la Mar Océana llegaba a las tierras americanas, en 1492. En el medievo fueron desterrados de Europa. En Inglaterra los arrojaron para la monarquía quedarse con sus bienes. Francia los expulsó cuatro veces, en distintas épocas. En la edad antigua, en la edad media y en la era moderna. Siempre desterrados, odiados, exiliados por el mundo, pero manteniendo incólume su identidad instalaban sus carpas migrantes en todo el Medio Oriente, Asia central, norte de África. De Egipto a China, de la antigua Babilonia (hoy Iraq) a Roma, de Afganistán a la India. Y al mismo tiempo, el mundo veía nacer la judeofobia, el antisemitismo. Los judíos eran impopulares, por los católicos que los estuvieron considerando culpables de la crucifixión de Jesús hasta que Juan Pablo II viajó a Jerusalén y acorado en el Muro de los Lamentos pidió perdón; por el emprendedurismo que exhibían en sus capacidades de negocios y generación de riqueza; por la fe fundamentada en la esperanza mesiánica. Un odio irracional, ruin, oscuro, abominable. Antes de que llegara Hitler y la solución final, los judíos conocieron otros holocaustos en la misma Alemania, cuando se produjeron asesinatos masivos de judíos, encarcelamientos con torturas y desarraigos familiares, especialmente en el valle del Rhin.
En el imperio bizantino, la tierra de Israel se subdividió en tres Palestina, con sus capitales Cesarea, Bet Shean y Petra, y el Islam conoció su gran era de expansión. Entonces, los antiguos filisteos o pilistinos comenzaron a ser gobernados por los califatos. Y al igual que con los imperios que gobernaron Palestina durante siglos, sus habitantes conocieron la persecución, la intolerancia y el racismo. Lo mismo que sucedió con Israel. Las de Israel y Palestina son, pues, gestas, controles, bochornos y avasallamientos idénticos -menos en la Shoá- de parientes cercanos enemigos, contradictorios y rebeldes, labradores de un destino común de intransigencia, odio y disolución.
Continuará