El viernes 10 de noviembre enfilamos desde Madrid hacia Santiago de Compostela, hermosa ciudad que guarda los restos del apóstol Santiago. Ya en las inmediaciones la niebla envolvió al tren, dejando huecos por donde asomaban los valles y colinas. Las meigas encontraron aquí terreno propicio para sus veleidades y embrujos. Al llegar la lluvia impuso su pertinaz presencia.
El locuaz taxista que nos llevó al hotel tenía curiosidad por reconocer mi acento. Soy de la República Dominicana, le dije. De repente, dio un inesperado salto de alegría. _ ¿Conoce usted quién fue Francisco Alberto Caamaño? -me preguntó. Claro que sí, el héroe de la Revolución de Abril, le respondí. Lleno de orgullo me dio la mano y expresó: -Soy Ángel Caamaño, de los parientes españoles del coronel. Me produjo gran alegría conocerlo.
Aquí el paraguas es complemento imprescindible del atuendo. La llovizna no se ve, pero cala.
A eso de las 13.00 horas salimos del hotel. Fuimos a un sitio cercano para almorzar. Rebosaba de personas mayores que de pie consumían cañas o vino acompañadas de tapas muy generosas. En la mesa de al lado compartían cuatro señores. Uno de ellos aparentaba de posición holgada. Daba la impresión de haber sido un funcionario hotelero destinado en el Caribe. Al final ordenó un digestivo. Le trajeron una botella de ron Barceló que mostró a los comensales con satisfacción.
El viaje descompuso la cremallera de mi anciana maleta. En la recepción del hotel me recomendaron un lugar para repararla. Al otro día, a las 09.00 horas estaba en Multiservicios José Manuel. Nos recibió una señora amable. Le dio un vistazo a la avería y nos dijo: _tómense un café en los alrededores y regresen en media hora. Desayunamos en una cafetería.
De pronto alcancé a ver a través de los cristales a un señor mayor que se acercó a varios contenedores destinados a depositar vidrio, ropa, cartón. Vació su bolsa y colocó sus sobrantes en ellos. Asocié la presencia de la mascota de compañía de los ancianos utilizadas para amortiguar su patente soledad con el comportamiento cívico que abanderan.
Regresamos a Multiservicios. La maleta quedó nueva al costo de 4 euros. La dejamos en el hotel y nos dirigimos a la Plaza del Obradoiro. Las angostas calles empedradas son testigos penitentes del recorrido de cientos de devotos y de curiosos armados de paraguas de todos los colores y dimensiones. En la plaza la multitud abigarrada no deja espacio para fotografiar a plenitud la catedral de Santiago Apóstol.
Decidimos entrar al templo. Eran las 12.04 horas. Una mujer de seguridad lo impidió. La misa había comenzado a las 12.00 horas en punto. Sugirió que fuéramos a una puerta lateral para acceder a la iglesia a las 13.00 horas.
En el ínterin recorrimos las calles circundantes. La monumentalidad del lugar sobrecoge. Escuchamos el sonido de una gaita cuyo intérprete toca el instrumento a cambio de contribuciones voluntarias.
Contemplamos a lo largo de algunas calles a tres o cuatro personas arrodilladas sobre un cojín colocado encima del pavimento. Soportaban la lluvia sin protección alguna, dedicadas a implorar caridad con las manos extendidas y el cuerpo reclinado. En un sitio de tanta evolución económica como este debería haber cupo para ellos en trabajos productivos.
Al fin entramos a la imponente catedral. Había mucha gente, colmadas de devoción. Años atrás tuve la oportunidad de ver el botafumeiro en su recorrido por el espacio amplio de la bóveda, desplazándose con vigor esparciendo el humo y el incienso. Ahora reposaba inmóvil, sujetado por una gruesa soga a una columna. Solo en determinadas fechas se le libera para que ejecute su majestuoso vuelo.
Nos sentamos en los bancos de madera. Contemplamos el altar mayor. Cerramos los ojos. Meditamos. Imploramos. Luego nos pusimos de pie y caminamos por los pasillos de la catedral. Tomamos fotos de todas sus aristas, sobre todo del retablo del apóstol. Al final entramos al recinto donde se afirma se encuentran sus restos. Relato controvertido que la devoción y las peregrinaciones han ido consolidando.
Allí dimos un abrazo, es la liturgia, al busto de Santiago, situado de espaldas a los visitantes que desfilan a través de un túnel angosto subiendo hasta alcanzar la representación y luego bajando hacia la salida.
Confieso que al hacerlo me sentí conmovido. En medio de mi turbación vi, si mis ojos no me engañan, piezas de ámbar incrustadas en el vestido del santo. Ámbar dominicano, elucubré. No lo sé.
Al día siguiente leí que el peregrino 438,308 acababa de arribar. Marca un récord. Entre peregrinos y turistas esta pequeña y bella ciudad teje su próspero discurrir.
Sería apoteósico, pensé, si afianzándonos en la creatividad descubriéramos y contáramos en Santo Domingo alguna historia parecida a la del misterioso viaje de los restos del apóstol Santiago a Galicia.
Contemplamos a lo largo de algunas calles a tres o cuatro personas arrodilladas sobre un cojín colocado encima del pavimento. Soportaban la lluvia sin protección alguna, dedicadas a implorar caridad con las manos extendidas y el cuerpo reclinado. En un sitio de tanta evolución económica como este debería haber cupo para ellos en trabajos productivos.