Aprendí bien temprano con Borges que un poeta puede obsesionarse no sólo con un tema, sino también con vocablos y frases que se repiten insistentemente en uno cualquiera de sus textos poéticos, con conocimiento o no del autor.
Y aprendí con Borges, desde la primera vez que me fue dado conocerle, que las palabras son seductoras y que descubriendo donde caben unas y otras puede construirse un estadio de conciencia y libertad que encare las apostasías del mundo, creando a su vez las propias abjuraciones que el poeta congrega en su laberinto.
Borges fue una conciencia en estado activo, un continente verbal que iluminó la poesía desde una singularidad que hizo creer a algunos que su escritura y su realidad no existían, que el argentino era una creación o una proyección de sus textos, como pensó alguna vez Pere Gimferrer.
Con Fervor de Buenos Aires se abría un carácter y un estilo que marcaría el rumbo no solo de la poesía sino de toda la escritura literaria, cuando aquí y allá todos quisimos ser Borges. Aunque su primer libro se publica en 1923, hace un siglo, Jorge Luis Borges llega a la celebridad de forma tardía, cuando ya estaba en su vivaz ancianidad. Entonces, comenzó a mostrar sus diatribas, sus elocuencias verbales, sus pasiones, sus letras, sus fervores. Cuando reeditó ese libro primerizo, en 1969, hizo lo de siempre: una reedición suponía en él una reescritura, retoques, incluso exclusiones. Decía entonces, en esos breves prólogos que acompañan sus libros, que no reescribía sus textos: “He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de esta labor a veces grata y otras veces incómoda, he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente -¿qué significa esencialmente?- el señor que ahora se resigna o corrige”. Allí mismo, basta con citarlo, Borges afirmaba que Fervor de Buenos Aires “prefigura todo lo que haría después”. Porque ese libro dejaba entrever la promesa que se vislumbraba, dos intelectuales dieron visto bueno a su publicación. No eran escritores a la violeta, tenían nombres de reverencia y acato: Alfonso Reyes y Enrique Díez-Canedo, el poeta español residenciado en México.
Borges fue uno de esos pocos poetas que no alardeaban de su escritura, que se sienten modestos y que no ocultan corregir. Entonces decía que quiso ser un escritor del siglo XVII, que quiso remedar las fealdades de un escritor que admiraba, Miguel de Unamuno, que solo aspiró ser Macedonio Fernández o descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto. “En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad”. Desde luego en su modestia se ocultaba su engaño y su emblema de superioridad: “Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor”. Todo lo que escribió, todo lo que dijo, todo lo que sigue diciendo, no es simple lectura, exige análisis de personalidad.
Fervor de Buenos Aires es un libro, a cien años visto, de belleza contemplativa, de escarceo por esas cosas simples que tanto le imantaron y que elevó hacia lo superior, hacia lo alto. Sinónimo de búsqueda o de insistencia que rota hacia un destino, hacia la tarde, hacia la iniciación de la tarde, a las tardes ajenas, al perdón de la tarde; como cuando inscribe la sombra en sus caminos, al unánime miedo de la sombra, hacia la curiosidad de la sombra, a la apacibilidad de la sombra; como fija en varios versos a los muebles de caoba de la casa, al fino bruñimiento de caoba, a la pasión roja de la caoba, y a la rosa, y al jardín, y al arrabal, a la “honda ciudad ciega” de los sábados.
Aquel primer libro de Borges, cuando aún era un completo desconocido, y lo sería por años, y cuando apenas tenía 24 años de edad, abriría nuevos senderos a la literatura, con una poesía y un estilo literario que es hoy, todavía, un templo venerable donde sus feligreses se recogen en urbana oración laica. En los años veinte cuando inició su camino, llegaría a publicar dos libros más, y en los treinta cuatro adicionales. En apenas trece años escribió siete libros, entre ellos “Historia universal de la infamia”. Todos, empero, esenciales -¿qué significa esenciales?- en su obra de gigante gigantario.
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Cuando apareció Crepusculario (1923), Neruda era más joven que Borges. Tenía tan solo 19 años. Ambos coinciden en el año de publicación de su primer libro, ignorando la significación y alcance de sus textos con el paso del tiempo. Contrario a Borges que conoció la fama en la vejez, Neruda se convirtió muy joven en el poeta de mayor reconocimiento de su época. Como sus metáforas desbocadas, Neruda fue en la literatura y en la vida quien desbordó las amplias avenidas de la poesía, como un diluvio que va cercenando caminos, cerrando espacios, abriendo senderos insospechados, creando destrucción a su paso y, a su vez, dejando que florezcan nuevos artilugios de fronda. Dice Saúl Yurkiévich que todo cuanto hizo tuvo “la omnipotencia asociativa de lo mitopoético”. Con su primer libro, su poesía comienza a buscar la palabra nítida, la necesaria, y a la vez, pomposa, intrincada, arrebatadora. El propio Neruda, recuerda Yurkiévich, se consideraba un “poeta boscoso, de intemperie selvática”, un poeta, agrega el crítico, “efusivo, exuberante, a la vez demiurgo y demonio”.
Crepusculario fue su inicio, y ya hay en ese entorno poemas memorables, como “Farewell”, uno de mis eternos favoritos de la poesía nerudiana. Incluso, aparece aquí un sorprendente poema católico (“Esta iglesia no tiene”) donde elogia el Padre Nuestro. Pero, apenas publica este libro se da cuenta de que debe iniciar el ensamblaje de una poesía mayor, en sus palabras, “un poeta que abarcara en su obra una unidad mayor” y es así como nace en el mismo 1923 “El hondero entusiasta” que supone el punto de salida de los que serán sus temas centrales posteriores y de siempre. En Crepusculario ya está el amor, la mujer deseada, la preocupación social, pero también hay un hueco vibrante para los griegos, para la melancolía que estructuró el devenir de toda su gran poesía, los recuerdos, los miedos, los retratos de sus vivencias biográficas y, por supuesto, el crepúsculo que habita Temuco, la comuna chilena donde se mudó con sus padres. (Originalmente, estos primeros poemas aparecieron en ediciones artesanales, muy defectuosas, a las que dio distintos nombres, “Cuadernos de Temuco”, “Cuaderno Neftalí Reyes”, “Cuaderno Helios”).
Publicado en Editorial Claridad, que pertenecía a la Federación de Estudiantes de Chile, tuvo una segunda edición en la editorial Nascimiento, también de Santiago de Chile, y una tercera, en 1961, con Losada, en Buenos Aires. El poema “Farewell”, como otros de ese primer libro, se publicarían en folletos que ayudaban a la propagación de la poesía de Neruda, y el poeta brasileño Thiago de Melo lo traduciría prontamente al portugués.
Crepusculario comprende textos poéticos escritos entre 1920 y 1923, y “El hondero entusiasta”, los poemas de 1923 a 1924, aunque él lo publicaría diez años después. Pero ya en 1924 Neruda publicaba “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, y doce años después de su primer libro da a conocer “Residencia en la tierra”. O sea, en una docena de años, con solo 31 años, Neruda escribe dos de sus textos fundamentales, convirtiéndose en uno de los pocos vates a quienes le llegó la celebridad en toda América Latina en breve tiempo. El poeta del seudónimo legalizado, que cayó en las arideces de la poesía comprometida, fue un autor de “alta calidad lírica”, como escribió Hernán Loyola, que como Borges, cada uno a su manera y en sus ámbitos diferenciados, influyeron en la poesía universal y continúan siendo referentes ineludibles. Lo borgiano y lo nerudiano es notable en la escritura de muchos poetas y narradores que quisieron, como todos, ser alguna vez sombra y discipulado de ambos.
En el centenario del primer libro de Jorge Luis Borges, “Fervor de Buenos Aires” (1923). En los cien años del primer poemario de Pablo Neruda, “Crepusculario” (1923) y el cincuentenario de su muerte (1973).
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OBRAS COMPLETAS 1923-1936
Jorge Luis Borges, Volumen I, Círculo de Lectores, 1992, 466 págs.“Sólo después reflexioné/ que aquella calle de la tarde era ajena/ que toda casa es un candelabro/ donde las vidas de los hombres arden/ como velas aisladas,/ que todo inmeditado paso nuestro/ camina sobre Gólgotas”.
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BORGES. BIOGRAFÍA TOTAL
Marcos Ricardo Barnatán, Temas de Hoy, 1995, 519 págs. “El autor de este libro, un reconocido y consagrado especialista borgiano, nos invita a disfrutar de la obra y el espíritu de un hombre genial y polémico a través de sus vivencias y escritos”.
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OBRAS COMPLETAS I
Pablo Neruda, Galaxia Gutenberg, 1999, 1,279 págs. “Amo el amor que se reparte/ en besos, lecho y pan./ Amor que puede ser eterno/ y puede ser fugaz./ Amor que quiere libertarse/ para volver a amar./ Amor divinizado que se acerca/ Amor divinizado que se va”.
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RESIDENCIA EN LA TIERRA
Pablo Neruda, (1925-1935)Seix Barral, 1976, 153 págs. “Yo oigo el sueño de viejos compañeros y mujeres amadas,/ sueños cuyos latidos me quebrantan:/ su material de alfombra piso en silencio,/ su luz de amapola muerdo con delirio./ Cadáveres dormidos que a menudo/ danzan asidos al peso de mi corazón…”
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NERUDA
Volodia Teitelboim, Editorial Sudamericana, 2000, 532 págs. “Y ¿quién fue Neruda? Si quieren saberlo, pregúntenlo a su poesía. En definitiva ¿quién es, de dónde viene? “Soy de las viñas negras de Parral, del agua de Temuco, de la tierra delgada, soy y estoy”.