Hace unos años, los vecinos de un parque madrileño se quejaron de las reuniones de dominicanos allí. Denunciaron los ruidos que esas reuniones provocaban, y reclamaron la intervención de las autoridades a fin de impedir su continuación.
Este año, en la zona colonial de Santo Domingo, decenas de personas llenaron dos parques supuestamente para celebrar Halloween. En realidad, el evento tuvo pocas características propias de esa festividad, siendo más bien uno de los tantos jolgorios que se llevan a cabo en diferentes puntos de la ciudad. Halloween, en ese sentido, fue un simple pretexto, igual que pudo haber sido el descubrimiento de América o cualquier otro acontecimiento.
Esa clase de incidentes, susceptibles de alterar la tranquilidad de barrios enteros, suele motivar lamentos en relación con la falta de educación que aqueja al país, confirmando que nuestra deplorable reputación internacional a ese respecto puede ser justificada. Pero aunque la opinión mayoritaria identifica a la educación como el ingrediente cuya ausencia explica esos comportamientos, hay mucho menos coincidencia en cuanto a los pasos a dar para subsanar la situación.
La razón de ello es que la educación no consiste únicamente en aprender a sumar y restar o corregir las faltas de ortografía. Sabemos, por supuesto, que esos conocimientos son importantes, y que nuestro sistema de enseñanza adolece de grandes deficiencias que colocan al país en las posiciones más bajas de la región. Pero aun si esas brechas abismales pudieran ser cerradas, nada garantiza que las costumbres que definen la forma de comportarse vayan a ser enmendadas. Esto así porque ellas son consecuencia de hábitos y valores adquiridos en los hogares, sobre los que las escuelas pueden influir, pero sin ser el factor determinante.
Queda en evidencia la distinción, enfatizada por múltiples especialistas, entre la educación en las aulas y la educación integral, siendo esta última mucho más difícil de lograr por la vía de asignar porcentajes del PIB con ese propósito.