De paso por Madrid, como estoy, me doy cuenta de que España ha entrado en un clima de confrontación. Lleno de curiosidad seguí el debate de investidura celebrado en el parlamento de España el pasado jueves, 16 de noviembre. Pedro Sánchez obtuvo la mayoría absoluta de los votos emitidos por los diputados (179 de 350) y logró la aprobación del organismo para presidir el ejecutivo por 4 años más (reelección).
Fue un acto de investidura inusual: primero se abordó por la puerta trasera el conflicto de nacionalidades (Euskadi, Cataluña, España), y, luego, se produjo la votación, previa comprobación de que el candidato confirmaba a viva voz las concesiones prometidas a los separatistas.
De acuerdo a lo visto, el voto para la designación del presidente del gobierno se consiguió a cambio del compromiso de aprobar una ley para amnistiar a los involucrados en el proceso de proclamación de la independencia de Cataluña llevado a cabo en 2017, y de admitir, trago que choca con la integridad del poder judicial, que el Estado español judicializó el intento de independencia (lawfare).
Además, permitir la realización de un referéndum no previsto en la Constitución, condonar el 20 % de las deudas de Cataluña con el Estado, transferir competencias, celebrar reuniones bilaterales (Estado-separatistas) con relatores internacionales, y otras concesiones otorgadas a los separatistas del país vasco.
España es una nación con fuertes grietas en su estructura nacional, con regiones que poseen características y lenguas propias unidas a través de un Estado, lo cual no es distinto a lo que ocurre en otros ámbitos europeos.
En la sociedad española existe una vieja aspiración de reconocimiento de algunas singularidades regionales y de transferencia de mayores competencias para el autogobierno. La disidencia todavía persiste en segmentos de esas poblaciones.
Este es un asunto de tanta complejidad y trascendencia que solo debería abordarse a través de un pacto de nación, como lo fueron los llamados Pactos de la Moncloa que en 1977 encarrilaron a España hacia el progreso (establecidos para superar el corsé de la dictadura, abordaron la reforma del sistema económico, político e institucional).
En aquel entonces el ejecutivo (presidido por Adolfo Suárez) gozaba del aval moral de que no buscaba quedarse en el poder. No pedía el voto para él, sino para reformar el sistema. Las demás fuerzas políticas tampoco perseguían intereses de corto plazo. Todos trabajaron en favor de la buena convivencia y de consolidar un futuro constructivo y promisorio para España, como ocurrió.
Desde esa perspectiva es lamentable lo que está ocurriendo. Los ánimos están en ebullición, desbordados. Un asunto así puede descarrilarse si no se atiende a tiempo el enojo de una parte importante de la población. Al fin y al cabo, la gran mayoría, sin importar el color político de su simpatía, está de acuerdo con conservar la unidad de España y en no exponerla a una secesión.
El meollo de la discordia se centra en el convencimiento de que un asunto de tanta envergadura de ninguna manera puede ser negociado por medio de concesiones grupales otorgadas con recursos del Estado a cambio de votos para presidir el poder ejecutivo, pues divide a la nación en materia tan sensible, debilita al poder judicial y exacerba las pasiones.
La oposición a Pedro Sánchez afirma que se han comprometido recursos del Estado con fines proselitistas (promesas). Y de que se está poniendo en peligro la viabilidad de la nación. Por su parte, el gobierno asegura de que solo busca facilitar la buena convivencia y volver a la normalidad.
Como consecuencia se ha abierto un cisma y las protestas se multiplican en los principales centros urbanos.
El pasado sábado 18 de noviembre Madrid fue escenario de una inmensa manifestación que llenó no sólo la plaza de Cibeles, pues se extendió hacia la puerta del Sol, Puerta de Alcalá, Recoletos y Paseo del Prado. Los organizadores estiman que asistieron alrededor de un millón de personas, mientras la delegación de gobierno la reduce a ciento setenta mil. La consigna fue la de respeto a la Constitución, oposición absoluta a la amnistía y a los acuerdos negociados con los grupos separatistas.
En este escenario la nueva legislatura se perfila como inestable, compleja. El ambiente de negocios y la seguridad jurídica podrían deteriorarse si no se restañaran las heridas abiertas.
Lo ideal sería que la sensatez guiara las acciones de la clase política y junto a la sociedad organizada se llegase a un acuerdo que cerrase la crisis sin dar tiempo a que se profundice.
Un asunto así puede descarrilarse si no se atiende a tiempo el enojo de una parte importante de la población. Al fin y al cabo, la gran mayoría, sin importar el color político de su simpatía, está de acuerdo con conservar la unidad de España y en no exponerla a una secesión.