Desde Los Jefes (1959) y La ciudad y los perros (1963), sus dos libros primeros, Mario Vargas Llosa levantó una literatura donde Perú fue el centro de todas sus historias. Así, en la novela como en el cuento, en el teatro como en el ensayo. En sus tesis y en sus memorias. En sus diálogos y polémicas. Por donde quiera anduvo el Perú, el de sus ancestros, el de la historia incaica, el de tiempos ácidos, el de su propio tiempo.
Hizo paradas sensacionales para convertir en obras maestras sus investigaciones y aventuras literarias, como en La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del chivo (2000). Pero, su amplia bibliografía siempre volvió a la peruanidad de sus comienzos, incluyendo en ella la peruanidad personal, sus aventuras propias, patentes en sus amores y veleidades, en sus andanzas múltiples por caminos empedrados, en sus pasos quebrados y en sus torrenciales devaneos. Si hay un escritor extensa e intensamente peruano, ese es sin dudas el arequipeño Jorge Mario Pedro Vargas Llosa.
Su apuesta final en la novela ha debido ser Perú. La tromba telúrica que pervive en las entrañas del autor, lo persigue, lo sacude, lo conmueve, lo retrata. Perú es su contraseña sin cambios, la acreditación de lo innegociable, la referencia que otorga autoridad, la iteración de lo recóndito, la esencia de lo entrañable. Su última novela, Le dedico mi silencio, es un regreso -¿o una continuación?- del caudal argumental que ha suplido su gran obra literaria y con la que parece despedirse, a sus 87 años, de una carrera que ha merecido todos los honores y ha originado las controversias más disímiles sin que nada haya menoscabado la genialidad de este gran maestro de las letras, el último que nos queda de la fértil cosecha del boom sesentista.
En Le dedico mi silencio se aprecia el gran homenaje del autor a Perú, fundamentalmente a su música, pero con igual intensidad, o por esa misma razón, al espíritu patriótico y al habla peruana. Una narración que exalta las danzas peruanas: el vals, en primer término, pero también las marineras, los huainitos, los tonderos piuranos, los bailes norteños, las polcas. Y por ellas, o a través de ellas, el reconocimiento a personalidades de la música, a compositores y cantantes que representan las esencias musicales del Perú: Felipe Pinglo Alva, el profesor Hermógenes Morones y Chabuca Granda, a cuya siembra se debe la aparición de un guitarrista extraordinario que la vida se llevó en sus cauces profundos y extraños, como fue Lalo Molfino, a quien un comentarista musical de diarios, Toño Azpilcueta (“un nombrecito que parece una caricatura”) convierte en personaje de leyenda al investigar sobre sus orígenes y sus traumas, cuando decide escribir su libro “Lalo Molfino y la revolución silenciosa”, centro de la narración.
Pero, el libro de Vargas Llosa (novela, ensayo, tal vez crónica, tal vez historia asumida con sentido narrativo), es la validación de la “huachafería” como principal aporte de Perú a la humanidad, y tal vez el único, en afirmación repetida del autor. Toño Azpilcueta aseguraba en su tesis que la música criolla tenía como rol fundamental unir a los peruanos (“La pasión desbordada con la que hablaba de Lalo Molfino y de la importancia que tenía la música criolla para la unificación del Perú no sólo le había reblandecido el alma, sino que lo había hecho sentir parte de una empresa que dignificaba al pueblo peruano”). Los compositores peruanos ignoraron siempre que su país estaba naciendo gracias a ellos y que a pesar de ser cholos y huachafos, humildes, modestos, habían configurado la posibilidad de que por su música el país expandiera sus horizontes desde una posible, y deseada, unidad nacional.
La huachafería es cursilería redonda. El narrador anota que el poeta César Vallejo, sobre todo el de “Los heraldos negros” era huachafo. Y José Santos Chocano ni hablar, era el más huachafo de todos. O sea, Vallejo es un huachafo a ratos. Chocano, todo el tiempo. La variante peruana de la cursilería, tenía, sin embargo, su historia y su análisis. La huachafería “es una visión del mundo a la vez que una estética, una manera de sentir, pensar, gozar, expresarse y juzgar a los demás…una forma propia y distinta, peruana, de ser refinado y elegante”. Hay una huachafería aristócrata y otra proletaria. Además de Vallejo y Chocano, Alfredo Bryce y Salazar Bondy son escritores en donde la huachafería surge como un vicio secreto. Y en Manuel Scorza “hasta las comas y los acentos parecen huachafos”. Hay monumentos, acciones y actitudes religiosas huachafas. Y las palabras y expresiones huachafas, algunas tan comunes entre nosotros: prístina, societal, concientizar, devenir en, aperturar, arrebol, mi cielo (cuando se dice a un hombre o a una mujer). Tal vez se compara con la pava venezolana, aunque esta siempre carga además el signo de mal agüero: una mujer desnuda jugando billar, una cortina de lágrimas, las flores de cera, las peceras en salas y salones. (Vargas Llosa estuvo al punto, tal vez, de cometer una huachafería, si se hubiese decidido a mantener el título que originalmente iba a llevar este libro: “¿Un champancito, hermanito?”).
Escrito en clave peruana, esta narración tiene a Toño Azpilcueta como su protagonista mayor, con la famosa cantante criollista de Perú, Cecilia Barraza, hoy de 71 años, como espaldera del comentarista farandulero de diarios y revistas a quien le pagaban solcitos breves por sus artículos y quien a pesar del éxito que había alcanzado su libro sobre Lalo Molfino -en cada reedición modificado y ampliado por Toño- volvió de nuevo a su pobreza, cuando la fama cumplió ese signo de horas o segundos que tantas veces resulta fatal. Además, Toño ya renegaba de su muy utópica tesis sobre la regeneración y unidad nacional del Perú mediante la música. El Perú seguía siendo el mismo, a pesar de que habían pasado los tiempos oscuros de Sendero Luminoso. Empero, para Toño los verdaderos héroes de su libro eran Toni Lagarde, un blanquito de clase alta, y Lala, una negrita pobretona, amancebados para toda la vida, quienes conocieron la felicidad hasta la vejez nonagenaria, contra toda vejación y contra todo pronóstico.
Toño Azpilcueta, de extraña obsesión por las ratas, animalitos que siempre le caminaban por el cuerpo provocándole picazón inexplicable e invisible, cuando se estresaba o vivía momentos de euforia o declive, escribe el libro de su vida. Ensayo, novela, relato histórico o crónica (no logro definirlo) este libro último de Vargas Llosa, que rememora los canciones de antaño, es, ya lo hemos dicho, un homenaje a las tradiciones musicales de Perú. Consagra al vals peruano y a sus distintas formas expresivas y musicales, reivindica la huachafería y permite al maestro escribir su última apuesta en la literatura desde la misma fronda donde se fraguó su ejercicio primerizo: la patria peruana, cuya identidad busca en sus canciones y danzas, la que reclama desde el fondo y desde sus claves, reconocerla y elevarla.
La indefinición del género literario en este libro, lo repetitivo y simple que se vuelve el texto en muchas ocasiones, entre otros valladares que preferimos no describir, quedan minimizados cuando la obra alcanza su in crescendo; en sus momentos finales el genio se revitaliza y la historia llega a su fin, con desgarros y ovaciones, con respeto a la obra final del maestro con sesenta y cuatro años de ejercicio literario. Mario Vargas Llosa podrá escribir algo más aún: Sartre o cualquier otra cosa no prevista que pueda ocurrírsele. Serán apéndices. Su carrera ha terminado. Su nombre se queda entre los más grandes de la literatura universal. La apuesta final sólo permite comprobar que hay un genio vivo, un sobreviviente de aquellos inolvidables sesenta que supera con creces, cada vez, las expectativas de sus lectores. Hasta cuando simula desvanecerse y colocar la bisagra de cierre del portón.
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LA CIUDAD Y LOS PERROS
Mario Vargas Llosa, Real Academia Española, 2012, 618 págs. De 1963. Su primera novela. Edición conmemorativa del 50º aniversario de su publicación en España, a causa de la censura franquista. Su vida en el colegio militar Leoncio Prado, de Lima.
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LA CASA VERDE
Mario Vargas Llosa, Seix Barral, 1996, 381 págs. De 1966. Dos son los centros de su historia. Uno: los barrios de la ciudad de Piura y una zona de la Amazonia poblada de gentes primitivas, aventureros y productores de caucho.
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HISTORIA DE MAYTA
Mario Vargas Llosa, Seix Barral, 1984, 346 págs. De 1984. Historia del trotskista Alejandro Mayta. De nuevo, su país nativo como espacio de la reflexión novelesca. Un balance crítico sobre la izquierda latinoamericana de la que ya Vargas Llosa se alejaba.
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LITUMA EN LOS ANDES
Mario Vargas Llosa, Planeta, 1993, 312 págs. De 1993. Un campamento minero en las montañas de Perú y un ambiente hostil donde se vive bajo la amenaza permanente de los guerrilleros maoístas de Sendero Luminoso.
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LE DEDICO MI SILENCIO
Mario Vargas Llosa, Alfaguara, 2023, 303 págs. Salió hace apenas 17 días. El Perú musical, sus grandes compositores, el habla peruana, la huachafería como aporte. Y entre personajes inolvidables, estos dos: Toño Azpilcueta, y un casi invisible: Lalo Molfino.