El “self-made man”, aquel que hace fortuna a fuerza de voluntad y coraje, tiene ganado un espacio en el inconsciente colectivo y se ha convertido en arquetipo.
Se parte de que el colectivo es esencialmente inequitativo, de que la adscripción a un estrato o clase social tiene carácter definitivo.
De ahí la celebración cuando se rompe con la tradición con raíces tanto en la cuna como en el acceso al bienestar derivado de la fortuna.
Quien viene de abajo y rompe el molde de la pobreza merece comida aparte. Lo vemos en los medios, en el ambiente laboral y en el entorno: se debe más reconocimiento a quien sube en base al esfuerzo propio que aquel que nunca ha bajado. El mérito, empero, va más allá de triunfar y colocarse a la par de aquellos con abolengo.
Lo condiciona el cómo se asciende en la escala social. Los hay que arrancan por esforzarse hasta el sacrificio para aprovechar cualquier oportunidad para formarse, estudiar y aprender de los buenos ejemplos. Suelen ser humildes y están prestos a ayudar a otros para que también salgan a camino.
Peligrosos son aquellos que no reparan en el cómo sino en el por qué. Son los trepadores, al acecho de cualquier coyuntura para, literalmente, encaramarse en el éxito. Una vez lo consiguen, exhiben la inconsecuencia sin precaución alguna, prevalidos de la facilidad con que llegaron. Son esos los que, sin ser peloteros, viven de dar palos.