Corría ya la segunda mitad de los sesenta cuando cerraba Vaticano II, aquella inspiración en mañana de afeitado que Juan XXIII concibió para plantear la reforma que la iglesia Católica necesitaba conforme los “signos de los tiempos”, y que Pablo VI concluiría, cuatro años después de la inauguración de ese cónclave.
La batalla conciliar no fue granero total del Espíritu Santo. Las pasiones, los miedos a la renovación, los retruécanos conservadores, el apego a una liturgia medieval de los más ancianos, las acechanzas de la duda, tomaron asiento en aquella reunión que otorgaba relieve, por primera vez, al ecumenismo junto a los roles del apostolado seglar, de la función pastoral de los obispos, de los medios de comunicación social, la formación sacerdotal y las relaciones con las iglesias católicas orientales y las religiones no-cristianas.
La revolución eclesial no fue pequeña, pero hoy la desconocen generaciones completas que surgieron a partir de los años setenta, y con ellas, sacerdotes, obispos y laicos que, para la época, no tenían siquiera edad para el bautizo. Se superaba una iglesia que vivía, literalmente, de espaldas a sus fieles: se terminaba la larga era de la misa en latín y del oficio de la liturgia sin dar la cara a la feligresía de mantilla y letanías; caían de los altares las efigies múltiples de santos y santas que impedían mirar hacia el Santísimo; la música del folclor, tambora y güira en el caso dominicano, era introducida para abandonar los cánticos tradicionales, a fin de inspirar una nueva ofrenda cultural en el oficio de la misa (la juventud fue clave en ese proceso); comenzaría a desarrollarse el diaconado civil que, poco a poco, se extendería a las mujeres y terminaría abarcando diversos ministerios en el altar y en la vida apostólica; los sacerdotes guardaban sus hábitos para vestir de civil y las religiosas moderaban los suyos; se terminaba la pugnacidad, que llegó a niveles hoy desconocidos, con los “ hermanos separados”, otro término que estuvo en boga por largo tiempo a partir de entonces; la educación en centros educativos católicos y la cerrada formación en los seminarios donde se preparaban las sotanas, daba un giro formal y definitivo. La reforma fue amplia, sostenida y clara: la iglesia debía renovarse, desde la liturgia hasta el confesionario, desde la doctrina hasta la revaloración de los conocimientos bíblicos, tan desdeñados y dejados a la suerte de las iglesias protestantes por décadas, tal vez por siglos. La piedad se aligeraba y comenzaba el tiempo de conducir un rebaño con nuevas directrices.
Si importante era leerse, entonces, la “Lumen Gentium”, la novedosa constitución dogmática de la iglesia, mucho mayor interés se expresaba en la difusión de la “Gaudium et spes”, la constitución pastoral, que insertaba a la grey y a sus apóstoles en el mundo que se vivía y en el que, desde hacía rato, debía estar. No pocos cardenales, obispos y sacerdotes manifestaron, de forma callada o abierta, su oposición a las nuevas normas. La iglesia entraba en un proceso de reformas que los religiosos formados en la ética, y la estética, anterior, no podían soportar. La peor muestra de encono la manifestó Marcel Lefebvre, el obispo francés cuya cerrazón no le permitió nunca admitir que su iglesia exigía cambio. Entretanto, en época de rebeldías, asonadas, gorilismos y extremismos, se exageraban las notas de curas guerrilleros y de homilías incendiarias, que los jesuitas (núcleo de teólogos liberacionistas) decidieron combatir con los “cursillos de sociología”, destinados a conocer, en plan comparativo, el ideario marxista y la doctrina social de la Iglesia, que era también, esta última, uno de los capítulos de la nueva heredad posconciliar, mientras los diocesanos (llamados entonces curas seculares) respaldados por los Hermanos de la Salle y de diversas órdenes sacerdotales creaban los “cursillos de cristiandad”, destinados a mayores, y los de “vida”, para los jóvenes. Enseñar la doctrina de fe y oración, conjuntamente con el dominio del dogma marxista y del servicio a la causa de los desafortunados, esa inmensa pelonería que cubría la época en República Dominicana y en toda América Latina.
Vaticano II fue el gran sínodo renovador de hace mucho más de medio siglo, una valiente apuesta del Papa bueno Juan XXIII, continuada y finalizada por Pablo VI, que se arrojó a los pies de la verdad para no dejar trunca, como pretendían no pocos dentro de la iglesia, la obra del patriarca de Venecia. Todavía hoy, a más de cincuenta y cinco años de distancia, hay sectores eclesiales que propician, preténdanlo o no, el cisma, oficiando la misa en latín, pregonando el canto gregoriano, insistiendo en la sotana y en los ajuares estrambóticos de las grandes celebraciones litúrgicas, que van muy bien con la iglesia oriental donde esa práctica se conserva, pero no en la iglesia latina. En fin, la iglesia Católica, que impulsa mejor que nunca la comunión con sus veintitrés ramas eclesiales, en Oriente fundamentalmente, pero también en Europa y Asia, sigue teniendo en su seno los comulgantes de la disidencia, de la indisciplina y de la rabia humana que se desata cuando no hay fe plena o se dejan incubar apostasías recelosas de la apertura y temerosas de las formas que devuelven la iglesia a su verdadera misión.
Francisco, jesuita y argentino, latinoamericano de pura base latina, cree que se necesita una nueva reforma eclesial que se proyecte con un renovado rol del laicado y una readecuación de la trascendencia del sacerdocio, en especial de los prelados, rojos o púrpura, con capelo cardenalicio o con las dignidades sacerdotales establecidas en el orden de Melquisedec. La iglesia Católica debe perfilar su futuro, en un mundo lleno de grisuras y con panoramas desalentadores, que van desde la opacidad de los tiempos al regreso de los gobiernos de línea dura; del desastre climático a la guerra, que ya corre por varios conductos; del desprecio a la naturaleza que nos acoge y protege, a las incógnitas de la era digital; de los mesianismos políticos y religiosos que incapacitan conciencias y devenires, a la hegemonía de la máquina que anuncia el fin del pensar. En la tarea de Francisco con esta iglesia sinodal, resulta imprescindible la presencia del laicado, junto a los obispos, y la evaluación de todos los temas, los mismos que nunca la iglesia se había atrevido a abordar. Se han hecho muchas consultas previas, pero hay cuatro nortes que normarán los debates del recién inaugurado cónclave mixto (asisten incluso de otras iglesias cristianas): llevar a las mujeres a puestos de mando con voz y voto; que los fieles -constituyentes de la iglesia real, no jerárquica- tengan igual derecho a proponer y decidir por su fe y su casa de oración; inclusión de los sectores marginados, aún todavía apostrofados por sectores clericales y laicos de estirpe conservadora; y, el tema de los migrantes, tan caro al apostolado jesuítico y tantas veces abordado por Francisco en sus mensajes y homilías, y que no debe soslayarse en un mundo caminante que anda en busca desesperada de un porvenir que nunca termina por serle propicio.
La controversia apenas ha comenzado. La dubia -el reclamo de lo que es cuestionable en el derecho canónico- de cinco cardenales nonagenarios, de Asia, África, Europa y América Latina (conspiración planificada por área geográfica con los venerables ancianos como portavoces) no ha hecho más que encender la antorcha del debate necesario. Ese desafío abierto a Francisco, al que ha dicho no temer en absoluto, ha tenido una respuesta sabia, concreta y respetuosa del Pontífice, quien contestó, punto por punto, las cinco preguntas, citando constantemente a Juan Pablo II y, alguna vez, a Benedicto XVI, estandartes de un falso conservadurismo, que no fue tal como lo ha demostrado Francisco, porque de ellos se valió para responder la dubia cara a cara. Todas las respuestas vendrán, acotejadas o francas, en un par de años, tal vez antes, tal vez más tarde, pero llegarán. La iglesia sabrá discernir el cuándo y el cómo. Linche Tejada acostumbraba decirme, cuanto tocábamos temas eclesiales, yo desde una banca, él desde otra, que de algo debemos estar absolutamente seguros: la iglesia nuestra es “maestra en humanidad”.
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EL CATOLICISMO
Lawrence S. Cunningham, Ediciones Akal, 2014, 269 págs. Una introducción al conocimiento de la iglesia Católica, desde el credo primitivo hasta las raíces del pensamiento católico moderno.
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LA VIÑA DEVASTADA
Juan Rubio, RBA Libros, 2013, 215 págs. De Benedicto XVI al papa Francisco. Del pastor alemán al primado argentino. Un papa decidido y una iglesia sacudida por problemas internos y acoso externo.
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FRANCISCO ENTRE LOS LOBOS
Marco Politi, FCE, 2015, 340 págs. Ratzinger huyó, huyendo de los lobos. Bergoglio, como Francisco de Asís, gusta predicarle a los lobos y hacer que inclinen la cabeza y lo sigan.
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POLÍTICA Y SOCIEDAD
Papa Francisco, Ediciones Encuentro, 2018, 306 págs. Conversaciones con el sociólogo francés Dominique Wolton. Un diálogo, en un clima de total libertad, donde Francisco derriba muros y construye puentes.
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SOLO EL AMOR NOS PUEDE SALVAR
Papa Francisco, Librería Editrice Vaticana, 2013, 190 págs. Primer libro de Bergoglio en su pontificado. “Y ahora, comenzamos este camino: obispo y pueblo…un camino de fraternidad, amor y confianza entre nosotros”.