A pesar de que no lo hemos visto todo, este país nos ha mostrado mucho. Y es que cuando pobreza, exclusión y violencia juegan a la creatividad, siempre habrá motivos para mantenernos expectantes. Así, no pasa una semana sin que la rutina no sea sorprendida por algún sobresalto. Y si no sucede, se inventa. La idea es ocuparnos en algo ocioso para mitigar el tedio, excitar el morbo o aligerar los rigores de lo cotidiano.
Abundan de esta manera importantes centros de distracciones: desde Alofoke Radio o el Congreso (conceptos sinónimos en campos distintos), hasta los despachos de algunos funcionarios, y, claro, una oposición política perdida o agotada (o ambas cosas a la vez), cuyas proposiciones siguen siendo la consabida reacción a lo que dice o hace el Gobierno. Nada propositivo ni relevante.
No se sabe si la rutina es más pasable que los eventos que pretenden interrumpirla. De manera que, sin ser sádico, la violencia impuesta por el machismo social que padecemos es la que detiene, con la fuerza del puño, este bostezo colectivo. Así, las semanas anteriores a la que vivimos, el enfrentamiento entre una fiscal adjunta y agentes de la policía (que luchaban por someterla al acato) robó la atención de un país con más retos que logros. Es posible que las que sigan sean oscurecidas por esas pequeñas roturas de aquello que los sociólogos empíricos llaman el “tejido social”.
Nuestra rutina es tan leve que espanta. La gente repite a la gente. Un evento derriba al otro. La comunicación sigue siendo mimética, pueril y ruidosa; con poco valor agregado. La opinión nace y se diluye en lo frívolo. Escasea la producción de ideas e ingenierías. El pensamiento social constructivo no existe. Los debates son duelos emocionales. Las críticas se baten en las descalificaciones. Las subjetividades dominan los juicios, y los prejuicios se imponen como dogmas.
Esta es una sociedad de opinantes gratuitos, conceptos embotellados y repleta de posverdades, en la que se publica mucho y se escribe poco, en la que se habla más de lo que se hace.
Lo oscuro de este cuadro es la conformidad social a tal estado. Cada quien está absorbido por su propio mundo: un espacio interior desconectado del colectivo, ajeno a la suerte de todos.
Los virtuales candidatos, quienes por deber y obligación deben orientar y proponer, son mantenidos en silencio hasta pocos meses antes de las elecciones para evitar que sus intervenciones los expongan o revelen la hondura de sus carencias.
Es esa la rutina irreflexiva de la que hablaba José Ingenieros, entendida como “el hábito de renunciar a pensar” (El hombre mediocre, 1913) o, como escribía el francés Élisée Reclus, cuando suponía que “entrar en la órbita de esa rutina es ver cómo giran espíritus mediocres […] criaturas esclavas de la costumbre, portavoces de la rutina, […] un ejército temible por su número: esa es la materia humana que constituye las mayorías, y cuyos gritos, sin pensamiento, resuenan y llenan el espacio cual si representasen una opinión”.
Esa rutina lineal reclama sacudidas rudas que descarrilen su predecible rumbo. Y no hablo de accidentes, sino de hechos intencionales, dirigidos, programados.
Cuánto deseamos, por ejemplo, que el liderazgo social quiebre la inercia y rescate temas políticamente temidos o electoralmente prohibidos, como la reforma fiscal, la seguridad interior, la seguridad social, las reformas políticas, la reconversión productiva y competitiva de la economía, entre otros, como iniciativa y reclamo de los gobernados, como cuando una vez se arrancó el cuatro por ciento del PIB para la educación. Que nos ocupemos como nación de aquello que pocos gobiernos se han atrevido a tocar. Suena lírica la aspiración, lo sé, pero llegará un punto sin retorno en que la espera podrá terminar en ruptura desordenada; entonces desearemos vivir la rutina que hoy revela nuestra honorable mediocridad.
Cuánto deseamos, por ejemplo, que el liderazgo social quiebre la inercia y rescate temas políticamente temidos o electoralmente prohibidos, como la reforma fiscal, la seguridad interior, la seguridad social, las reformas políticas, la reconversión productiva y competitiva de la economía, entre otros, como iniciativa y reclamo de los gobernados, como cuando una vez se arrancó el cuatro por ciento del PIB para la educación.