De leyendas fantásticas en boca y mente de los humanos, de fantasías que incluso han desembocado en tragedias luctuosas, está llena la historia. Como si al bípedo lo impulsase una fuerza irrefrenable a creer, sin importar cuán absurdos sean los planteamientos sometidos al discernimiento. Sin caer en cuenta de las consecuencias funestas de otorgar credibilidad a teorías insensatas y a charlatanes que han hecho del engaño una carrera aparentemente exitosa.
Así, la tierra es aún plana para algunos, seres extraterrestres realizan incursiones esporádicas de secuestros, fantasmas recorren el mundo y no precisamente el comunismo y hay taumaturgos capaces de curarlo todo. Sucumbimos ante una imperiosa necesidad de creer, a veces como condición sine qua non para encontrar un significado y propósito en la vida. Otras, para reemplazar con la esperanza la certeza de lo imposible. Pese a la aparente cercanía de ambas nociones, cuidémonos de confundir creencia con fe. Mientras la primera se afinca en la convicción de que algo es verdadero o confiable al margen de evidencias contrarias, la segunda remite a lo religioso o espiritual ligado a lo divino.
La educación como disuasivo parecería un antídoto eficaz. A menor grado de escolaridad, mayor la tendencia a tragarse los bulos y aceptar como válidas proposiciones desarraigadas de la realidad. También en sociedades desarrolladas se verifican engañifas que se pensaría propias de las marginalidades del atraso. El caso de Bernie Madoff lo confirma: el financista norteamericano montó un esquema Ponzi que sumó 65.000 millones de dólares, en operación durante varias décadas en el sofisticado mercado de Nueva York. Charlie Ponzi, un inmigrante italiano, se inventó esa fórmula de fraude financiero cien años atrás y pagó con varios años de cárcel y la deportación a su país natal.
No es de extrañar, pues, que un fulano apodado Mantequilla repitiera la treta piramidal y birlara a decenas de incautos sus ahorros de años. La ilusión del dinero fácil nubla el intelecto, tanto como para no atragantarse con la verborrea barata de un vivo provinciano, autoproclamado descubridor de cómo reproducir el dinero con tanta o más rapidez que las imprentas de la Reserva Federal. Me preguntaba a menudo si tendrían respuestas positivas los correos electrónicos que millares al igual que yo reciben con ofertas millonarias. Muchas de las falsedades se originan en la africana Ghana y consisten en planes para la recuperación de depósitos multimillonarios que un acaudalado militar o político ha dejado. Claro, algo hay que pagar para acceder al secreto. Se trata de un viejo truco, al igual que los premios fantasmas. Cuando diplomático en Londres, recibí una llamada de un colega destacado en una isla caribeña solicitando mi intervención para verificar un “premio” que ganó en una supuesta lotería inglesa, buena nueva que alguien le había comunicado por email. Sería el primer agraciado en ganar sin haber apostado o comprado boleto, como le repliqué antes de la carcajada.
Pese a las oportunas aclaraciones de las autoridades monetarias y del banco del Estado, todo un listado interminable de apellidados Rosario reclama unos depósitos que inventó la mente calenturienta del abogado que les ha timado. Traído y llevado sin el más mínimo asomo de veracidad, el mito de la fortuna de ese Rosario, patriarca y doble de Creso, ha calado en la mente de dominicanos incautos que hasta han protagonizado protestas públicas en reclamo de unos fondos inexistentes. Es tanta la cerrazón, que aceptan sin pestañear que un banco puede robarse una transferencia millonaria de otra entidad financiera extranjera sin dejar rastro alguno.
El ejercicio ilegal de la Medicina y otras profesiones nada tiene de novedoso en el país. Hace ya más de medio siglo, una de mis primeras asignaciones periodística fue el caso de un jamaiquino que se hacía pasar por facultativo y tenía su “consultorio” en la avenida San Martín, cerca del periódico donde yo trabajaba. Con la misma sangre fría de la “neurocientífica” que motiva este artículo, me describió una carrera académica que solo existía en su mente y con la que engatusaba a los pacientes que acudían a diario en busca de remedio a sus dolencias. Contrario a Elizabeth Silverio, el isleño desapareció no bien se publicó la historia con sus hazañas médicas.
Siempre me ha sorprendido la dificultad del dominicano promedio para expresarse con propiedad. Difiere así de otros latinoamericanos más duchos en el manejo del idioma y quienes verbalizan con puntos, comas y demás signos lo que cocinan en sus cerebros. Quizás esas deficiencias nos hacen influenciables por la prédica de alguien que maneja la palabra con aparente facilidad. No es cualidad atribuible a la señora Silverio, en su paseo torpe por diferentes medios de comunicación. Sus respuestas eran evasivas, desprovistas de la substancia que abonarían los años de estudios de quien en verdad tuviese el bagaje académico que se arroga.
La ilación es fundamental en todo discurso para que tenga razón y orden. Me valgo de la inteligencia artificial: “La «ilación» se refiere a la conexión o relación lógica entre las oraciones o ideas en un discurso, asegurando que las oraciones estén relacionadas de manera coherente y lógica para que el discurso tenga sentido. Es importante que haya una «ilación» coherente y razonable entre las oraciones en un discurso. Esto significa que deben estar dispuestas de tal manera que una se derive naturalmente de la otra, y que haya una conexión lógica y clara entre ellas. Las ideas deben estar claramente organizadas y presentadas en un orden que cumpla con una estructura clara”. Sustituir “…mos” por “…nos” en las terminaciones de las conjugaciones verbales es de por sí un aviso. Repartir unos cuantos términos científicos en un relato verbal carente de ilación debería ser indicio de fraude, o por lo menos, incentivo de dudas.
Puede que haya rasgos de patología en la repetición de la mentira y en el cambio desvergonzado de versiones sobre logros educativos y la formación profesional. Pregunta obligada es cómo la señora Silverio escondió su estulticia científica frente a padres de familia con cierta formación y a los que se supone poseedores de un mínimo de conocimiento sobre las condiciones especiales de los hijos confiados a una farsante. De nuevo, la esperanza como arma contra la realidad invencible. Más en sintonía con el tema, la sicología cognitiva se basa en investigaciones para concluir en que el humano acepta de forma natural las informaciones que se le presentan cuando estas sintonizan con sus creencias o prejuicios. Es el llamado sesgo cognitivo.
Nuestro país carece de instalaciones en número y calidad suficientes para satisfacer la demanda de esa población infantil con características diferentes y necesitada de cuidados especializados para potenciar al máximo las escasas o muchas habilidades dentro de su condición. Es un drama que solo la familia afectada puede entender en toda su dimensión. En los tiempos oscuros de la Inquisición española, el acusado aceptaba como recurso de defensa la prueba del clavo ardiente, y de ahí la expresión para explicar las razones de que se valide cualquier salida en la desesperanza extrema. Por supuesto, ¿quién podía probar su inocencia asiendo el metal al rojo vivo sin quemarse?
Sucumbimos ante una imperiosa necesidad de creer, a veces como condición sine qua non para encontrar un significado y propósito en la vida. Otras, para reemplazar con la esperanza la certeza de lo imposible. Pese a la aparente cercanía de ambas nociones, cuidémonos de confundir creencia con fe.