Soy padre tardío de un adolescente único. Tomo en serio mis atenciones, tanto que he logrado tenerlo de amigo. Tal condición, alcanzada con no pocas inversiones, le ha dado cercanía y profundidad al trato paterno. Sin embargo, para no obviar esa frontera, ambos nos decimos “pa”, como forma de recordar que quien dirige la relación no es precisamente el amigo.
No sé cuál de los dos esperaba con más ansiedad este momento. Siendo niño, a mi hijo solían ahorrarle las respuestas a sus precoces dudas para cuando tuviera la madurez de entenderlas; a mí, en cambio, no dejaban de torturarme con un cliché premonitorio: “deja que sea adolescente”.
Llegó por fin la edad de los interrogatorios “forenses”, esos que no reparan en razones ni ambientes. Lo pesado es que Sebastián no se da por complacido: una pregunta arrastra a la otra y así hasta… el agotamiento. Cuando creo sentirme descargado, su cara habla dubitativamente, entonces las comprensiones parecen oscurecerse. Al final, uno descubre que la avalancha de preguntas, más que disipar dudas, procuran obtener “validaciones” o demostrar que uno está errado; maneras distintas de afirmar la caprichosa seguridad del adolescente.
Sé que con el tiempo los canales de entendimiento se irán achicando, hasta un punto en que mis perspectivas las empezará a percibir cuando no anticuadas, al menos inoportunas, pero creo que la peor decisión será abandonar los motivos para una buena conversación, esa que he logrado con la cercanía del amigo.
Respeto la opinión de los que entienden que los adolescentes no se tienen como amigos, en la creencia de que tal pretensión termina relajando la autoridad del padre. Hasta ahora no he sentido ni vislumbro el conflicto. Pienso que eso dependerá de la forma en que se logre concertar las dos condiciones, nunca olvidando que el padre es la base natural del afecto, y el amigo, el conducto para sostener la convivencia emocional. Así, el padre da tutela, amonestación y ejemplo; el amigo ofrece tiempo, comprensión y exhortación. Para mantener ambos contrapesos se precisa de la tolerancia que solventa cualquier adversidad existencial, porque el adolescente siempre sabrá oponer alguna resistencia.
Mucho se ha escrito sobre la adolescencia, estimada como una temporada de tornados hormonales, histerismos y rebeldías. A pesar de las recomendaciones profesionales para comprenderla y tratarla, es una etapa de difícil estandarización en la que cada caso es uno y nada parece concluyente.
Lo que no recomiendo a ningún padre es descargarse en la falsa expectativa de que, como etapa transitoria, de alguna manera pasará, y dejarle al tiempo un papel que nunca podrá suplir. El problema es que, si bien la adolescencia es un trance de inconstancias, en ella suelen tomarse decisiones inmaduras que pueden afectar el resto de la vida. Lo peor es cuando tenemos que admitir nuestra ausencia en un momento que pudimos evitar o cuando las consecuencias se hicieron irreversibles.
Quien piense que al adolescente hay que darle la libertad que reclama tendrá que cargar con una mala decisión. No debe ser dejado solo, por más autosuficiente que aparente ser; a la postre, se trata de muchachos sin madurez para asumir las consecuencias de sus resoluciones, casi siempre más emotivas que racionales. Ni el control excesivo (que raya en el dominio) ni el laissez faire son sanos. Para obtener el balance se precisa del tiempo, la atención y el seguimiento que la ausencia paterna de hoy no aporta. Y es que ninguna otra etapa de la vida pone a prueba, en su máxima exigencia, la responsabilidad de criar.
El adolescente quiere descubrirse solo. Desde temprano empieza a ver y sentir a sus padres como competidores. La mejor manera de ellos evitar su intrusión es con el aislamiento y la proclama del “derecho a la intimidad”, una demanda que nos recuerda de distintas maneras y con diversas actitudes. Es entonces cuando se le pone seguro a la puerta de la habitación y el Tik Tok pasa a ocupar el tiempo que debiera ser nuestro.
Algunos padres creen obrar como redentores trayéndolos a su mundo a fuerza de sermones e imposiciones; pienso en lo contrario: debemos entrar sin prejuicios al de ellos, y andarlo con prudencia, no vaya a ser que seamos tenidos como invasores indeseados. Ya dentro, compartir en su lenguaje, pero con la fuerza legitimante del ejemplo moral, aunque se resistan a darnos ese puesto. Nada es inútil en su conducción, lo que sembremos en ellos tarde o temprano dará una espesa cosecha. Así, es frecuente oír de jóvenes adultos de hoy una confesión que pocas veces admitieron cuando eran adolescentes: que los “consejos de papá” escoltaron sus decisiones trascendentes de vida.
El mundo de ellos tiene que ocupar el nuestro. Debemos saber cuáles son sus referentes y provocaciones. Nuestras conversaciones deben partir de sus intereses. Es necesario que estemos al tanto de sus preferencias con un nivel de información mejor que el de ellos. Es imperativo conocer las ideologías que se disputan su pensamiento generacional, las tendencias de consumo en lo que escuchan, ven y leen. Y es que nuestros muchachos están sometidos a presiones agresivas y enajenantes como en ninguna otra generación.
Nuestros hijos están abrumados por la sobreinformación, incitados por la exposición explícita de todo tipo de contenidos, seducidos por el culto a la libertad individual como supravalor de los tiempos, estimulados por la sensorialidad como leitmotiv, atrapados en el adictivo mundo de las redes y arrastrados por la cultura de lo fácil, ligero y rápido.
El desafío de la formación responsable es hoy más espinoso que nunca, aunque se nos diga que cada generación carga con sus propios constreñimientos. No admitir que vivimos tiempos difíciles es tan necio como pensar que los hijos buenos pueden formarse solos. Ser padre es una de las empresas más complicadas; para su exitosa gestión deben concurrir competencias que no siempre puede acreditar quien haya puesto el espermatozoide triunfante: creatividad, madurez y amor. Ser padre no es un accidente, es una elección. El tipo de hijo que veremos no es el queremos; dependerá de nuestras ausencias o de nuestras asunciones.