Cuando empecé a estudiar mi carrera en Ciencias Económicas y Comerciales en la Universidad Complutense de Madrid, hace ya muchos años, y al momento de terminarla, no tenía claro qué tipo de responsabilidad asumiría después de graduado. Había adquirido hábitos de pensar por mí mismo y deseaba ponerlos al servicio de una buena causa.
Me encandilaba la historia del pensamiento económico, del arte, o la historia pura y simple, el papel de las ideas y de la política, la filosofía, la música, la poesía, el dominio del lenguaje y la técnica del escritor, la sinfonía del medioambiente en medio del estruendo de lo humano.
Me fascinaba la macroeconomía, los números agregados, la deriva que los encamina o bien sucumbe ante ellos. El velo translúcido de lo monetario en el sistema económico, el papel del dinero, la magia de la circulación y de su velocidad para causar o prevenir aceleración del crecimiento, disminución, depresión, inflación.
Me absorbía la idea de ayudar a recomponer mi país.
Eran los años heroicos, de entrega total de la juventud en favor de la concepción de un proyecto de nación, de disfrute de la libertad y de la democracia recién conquistadas. Eran también los años en que una revolución armada había triunfado en Cuba en 1959 y se proponía un cambio social que terminó siendo un fiasco, pero que enamoró a una generación sedienta de realizaciones, seducida por la boina negra y el fusil del guerrillero. O de la revolución cultural en Francia que coreaba “los estudiantes al poder”, irrespetuosa de los símbolos y del orden constituido.
Hasta entonces los dominicanos habíamos vivido, ya en los finales de la tiranía, la conmoción de la expedición del 14 de Junio de 1959, o del movimiento revolucionario del mismo nombre; el horrible asesinato de las Hermanas Mirabal; el ajusticiamiento del tirano en un luminoso 30 de Mayo; la caída y asesinato en 1963 de Manolo Tavares Justo y de su grupo de mártires en Las Manaclas; la bravía guerra civil de 1965 y la intervención armada de los Estados Unidos.
Ni a los amigos que estudiaban economía u otras profesiones en España, ni a mí, se nos ocurría pensar en quedarnos a vivir en aquellas latitudes para aprovechar su nivel de vida más alto, como sucede ahora que los cerebros se nos van y no vuelven.
Aquel puñado de estudiantes, recién graduados, regresó a su lar. Encontraron un país diferente, cada cual inmerso en su propio ajetreo. El romanticismo escapaba al galope luego de tantas conmociones sufridas.
La sociedad dominicana de los sesenta y de los setenta era vibrante. Ilusionante. Fue una etapa de creación de instituciones, algunas de carácter financiero, otras no. Y ahí cada cual asumió su destino con resultados dispares.
Mi grupo encontró amplias oportunidades de realización. El hecho de haber vivido tantos años en el exterior y de absorber los fundamentos de culturas de mayor desarrollo, le imprimió una huella innegable.
Mi recuerdo se remonta a aquellos años trepidantes en los que no existían barreras que detuvieran las aspiraciones de triunfo de los seres humanos.
Y me topo con este pensamiento:
“Un buen economista, o simplemente competente, es una auténtica rareza. Materia fácil en la que pocos destacan. Tal vez la paradoja encuentre su explicación en el hecho de que, en economía, el maestro debe poseer una rara combinación de dotes. Debe alcanzar un nivel elevado en distintas direcciones, combinando capacidades que, a menudo, no posee una sola persona. Debe ser, de algún modo, matemático, historiador, estadista, filósofo, debe manejar símbolos y hablar con palabras, contemplar lo particular bajo el prisma de lo general, abordar lo abstracto y lo concreto con el mismo vuelo de las ideas. Debe estudiar el presente a la luz del pasado y con la vista puesta en el futuro. Su mirada ha de abarcar todas las partes de la naturaleza y de las instituciones humanas. Debe ser simultáneamente interesado y desinteresado; distanciado e incorruptible como el artista, y no obstante, a veces, tan pegado a la tierra como el político”.
Este párrafo es de John Maynard Keynes. A él le cabe esa descripción. Y no a muchos más.
Y es cierto. El economista debe alcanzar el conocimiento de lo humano en toda su extensión. Y resistirse a las presiones. Ser auténtico. Pensar por sí mismo y actuar en consonancia con lo que piensa, no con lo que otros quieren que diga.
Se buscan economistas como agujas en un pajar. Difíciles de encontrar, pero si aparecen no los dejen escapar.