Buena, mala, negra o gitana, nos la topamos mucho antes de ser en la ecuación que suma dos cromosomas idénticos o de signo encontrado en atención a no se sabe qué. La deseamos para nosotros u otros como rutina o componente esencial de una descarga de emociones afín a las circunstancias. La suerte es de todos y de nadie, real y falsa, pasajera, engañosa, mutable, impredecible, misteriosa, objeto de cavilaciones y disquisiciones filosóficas que acercan y alejan de los perímetros de la racionalidad. ¿Impedimento para que el ayuntamiento de esos filamentos siga trazos equivocados que desemboquen en malformaciones y la ruina de una vida? Ninguno.
Asistimos a un dilema de siglos que se estrella contra la noción básica de la libertad humana. Que se opone a la capacidad exclusivamente nuestra de optar conscientemente, de tomar decisiones ruinosas o conducentes sin sobresaltos a metas trazadas con antelación. La suerte condena a la dependencia de fuerzas desconocidas imposibles de controlar. Aun así, hay quienes creen en ella y se acogen al precepto dudoso de que todo está predeterminado. Son los fatalistas y Joaquín Balaguer se confesó uno de ellos. En la práctica e incluso ciego, dobló como el político frío y calculador que busca con sus acciones establecer el curso de la historia.
Empero, a la cotidianidad sobran acontecimientos que siembran interrogantes sobre el margen de maniobra de los meros mortales. Los romanos ahorraron cuitas y atribuyeron a la diosa Fortuna el don caprichoso de repartir lo bueno y lo malo, con una ruleta en las manos como símbolo de la suerte.
Siempre nos queda el recurso de probar suerte, de agotar parcialmente la libertad consubstancial a la condición humana bajo la premisa de que en el resultado final intervienen variables indeterminadas y que por tanto caben las sorpresas.
Más que arriesgar en exceso, tentar a la suerte equivale a vivir en la desazón propia de quien se preocupa por el mañana a sabiendas de que su único papel posible es el de convidado de piedra. De las 18 acepciones en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, la segunda interesa: “circunstancia de ser, por mera casualidad, favorable o adverso a alguien o algo lo que ocurre o sucede”. Esa “mera casualidad” horroriza. Traslada al terreno del albur las consecuencias de hechos cuyo desarrollo podríamos protagonizar. Los giros de la rueda de Fortuna pueden detenerse en el apartado catástrofe. Resta la sensación agobiante de impotencia ante sucesos que surgen en obediencia a designios que lo mismo nos hunden que nos flotan, nos salvan o sentencian. La inseguridad deviene compañía inseparable. La incertidumbre adquiere categoría de estampa indeleble que marca desenlaces indeseados o perseguidos con la ansiedad de quien recorre a ciegas tramos peligrosos.
Hay la tendencia muy humana a resolver de alguna manera lo inexplicable. Un recurso es la fe, y admirables son aquellos que descubren respuestas en el convencimiento personal. Inshallah!. Se incuban mitos, cábalas, hasta rayar en la jocosidad. De ahí que se la teme tanto que los actores teatrales no la mencionan cuando animan al compañero presto a entrar en escena. Prefieren invocar materia orgánica en descomposición con un ¡mierda, mierda!; o robar al inglés una expresión que para el no entendido sería una maldición: ¡Qué te rompas una pierna! (Break a leg!). En el teatro, donde todo es actuación y los mejores son aquellos que con mayor firmeza se despiden del yo para adoptar una personalidad diferente, la buena suerte es mala.
También la hay de perros, como si los caprichos de Fortuna quisieran abarcarlo todo. Nadie la quiere pese a que se les tiene como los mejores amigos del hombre, excepto en el islam donde tienen reservada la exclusión. Con las sociedades protectoras de animales y los vaivenes del afecto humano en el mundo desarrollado y sus imitaciones, les ha cambiado la suerte. La vida de algunos perros es casi deseable. Los acarician y abrazan manos nobles; los besan labios trémulos y juveniles; alegremente los llevan a pasear a medianoche, llueve, la nieve lo pinte todo de blanco, truene o ventee; y aguardan pacientes a que terminen de aligerar las tripas para recogerles los excrementos. Leía que ya no llevan los chuchos al veterinario para librarlos de las pulgas e indigestiones, sino por problemas coronarios, trasplantes de cadera, tumores, infecciones de la piel y hasta serios casos de estrés y depresión. Ya hay sicólogos de perros y me pregunto, sin ánimo de ofensa, si no convendría más a los propietarios una visita al profesional de la conducta. Les ha tocado la mala suerte canina al parecerse a nosotros en la debilidad física. Y también la buena, ya que pese a tanto andar al lado de humanos no han aprendido aún a hablar y resuelven con ladridos las manifestaciones emocionales que tantas palabras nos cuesta expresar.
Se ha buscado una explicación científica al roce con el buen o mal sino que a todos toca. Producto de mentes calculadoras, la llamada ley de las probabilidades asigna una medida a la posibilidad de que algo ocurra. Desde esos parapetos algebraicos, se observan otras certezas, ya no solo la muerte. Alguien, quizás con suerte, fue más lejos y descubrió la ley de probabilidad total. Algo así: a las probabilidades de que nos quebremos una pierna, debemos restar las probabilidades de que la fractura se registre en un brazo. Para los menos avezados como yo en las estadísticas y números, es cuestión de suerte encontrar explicaciones sencillas como la anterior ya que los genios suelen enmascararlas con fórmulas matemáticas abstrusas.
Siempre nos queda el recurso de probar suerte, de agotar parcialmente la libertad consubstancial a la condición humana bajo la premisa de que en el resultado final intervienen variables indeterminadas y que por tanto caben las sorpresas. Confiar en la suerte, dijo ya alguien, es invitar a la mala suerte. Porque la racionalidad impone la actuación en consecuencia como la vía más expedita hacia el éxito. La búsqueda de la excelencia consiste en agotar al máximo el esfuerzo sin reparar sacrificios. Alcanzar el objetivo es cuestión de voluntad.
La periferia de la racionalidad se llama duda. La ley de las probabilidades rige, sí, pero, ¿cómo se distribuye el número inverosímil de la desgracia? Al grano. Pese a los tantos malos augurios que entre dientes se dedican al prójimo, solo hay una posibilidad entre 12,000 de que nos parta un rayo. Así los números, no invoquemos rayos ni centellas para enemigos de cuidado. De acuerdo a la Organización Internacional de Líneas Aéreas (IATA), apenas se registra un accidente por cada 4.4 millones de vuelos. Antes se accidenta un avión que sacarse el premio gordo de la lotería norteamericana o acertarle a la generosa Lotería del Niño, en España.
En una serie excelente, la plataforma digital Netflix ha devuelto al presente la desaparición misteriosa del vuelo 370 de Malasia Airlines. Todavía no se encuentran los restos de las 239 personas que partieron hacia un destino, China, y acuatizaron en el Aqueronte. Contra todas las predicciones, el vuelo 17 de la misma aerolínea fue volado por un misil el 17 de julio de 2014 cuando cruzaba el espacio aéreo ucranio.
Doscientos ochenta y tres pasajeros, incluyendo 80 niños y 15 tripulantes, murieron. ¿Cuáles eran las probabilidades de que traspuestas la guerra fría y la paranoia soviética un avión comercial más fuese abatido en pleno vuelo por un cohete? ¿De que se repitiese la historia del vuelo 007 de las Líneas Aéreas Coreanas, derribado por los rusos sobre Siberia con 246 personas, el 1 de septiembre de 1983?
Suerte, de la buena, tendré si alguien leyó del principio al final estas cosas que he escrito. Suerte, de la mala, le depara Fortuna a quien se cansó luego del primero o el segundo párrafo. Y de la muy pero muy mala, una de una según la ley de las probabilidades, a quien siguió de largo sin inmutarse.